Como señala Daniel Zovato, Costa Rica ha sido, durante décadas, un faro democrático en América Latina, especialmente en Centroamérica, marcada por debilidad social y violencia política crónicas. La democracia, que tarda décadas en construirse, puede perderse en un abrir y cerrar de ojos; el impacto trascendería las fronteras y sería una pérdida para toda la región.
Las tensiones entre el Poder Ejecutivo y los demás poderes del Estado, el deterioro de la libertad de prensa, una expansión desatendida de la inseguridad, desafíos económicos y ambientales, síntomas alarmantes de deterioro del liderazgo y una peligrosa mutación del ciclo político, arriesgan los pilares de una democracia históricamente ejemplar, referente de estabilidad, institucionalidad, prosperidad y libertades civiles.
La disputa del autócrata, autopercibido prístino y magnánimo, contra las élites políticas tradicionales, convence al electorado de que, al desmantelar los contrapesos institucionales, atacar los jueces y debilitar el control legislativo, forjará una nación próspera y será un agente de cambio; por ello, toda fiscalización es interpretada como un ataque político contra el pueblo.
El cansancio ciudadano hacia los partidos tradicionales y la ausencia de liderazgo opositor sólido han abierto espacios a un estilo autoritario, polarizante y personalista, que amenaza con erosionar las bases del Estado de derecho. Los ataques a la prensa, a los órganos constitucionales autónomos como el Tribunal Supremo de Elecciones, la Asamblea Legislativa, la Contraloría General de la República, y las presiones sobre el Ministerio Público, no son hechos aislados y configuran una estrategia orientada hacia la concentración y prolongación del poder. Cualquier investigación judicial o legislativa, por preliminar que sea, y aún bajo la presunción de inocencia, es descalificada como “circo”, “desperdicio de recursos” y “afrenta a la patria”, incluso cuando existen dudas razonables sobre abusos de autoridad, interpretaciones antojadizas de la ley, presuntos actos de corrupción, tráfico de influencias e irregularidades en contrataciones públicas.
Aunque Costa Rica mantiene el estatus de “democracia plena”, según The Economist, el creciente debilitamiento institucional, el uso recurrente de discursos confrontativos y estigmatizantes contra la oposición, la prensa, el poder judicial y las universidades públicas, plantean un escenario inquietante. El riesgo de un régimen con apariencia democrática que disimula sus métodos autocráticos es real. El Índice de Desarrollo Humano ya refleja el declive: del puesto 48 en 2008 pasamos al 62 en 2024. A esto se suma un entorno económico que tampoco contribuye con la estabilidad, pues, aunque la inflación interanual se mantiene alrededor del 1 %, el costo de vida es una carga pesada: transporte, lácteos, carne, granos básicos, electricidad y combustibles son considerablemente más caros que en la mayoría de los países latinoamericanos y de la OCDE. Paralelamente, crecen la inseguridad, el narcotráfico y el crimen organizado, que han penetrado territorios, estructuras locales e instituciones, y las muertes por accidentes viales baten récords año tras año. El modelo de desarrollo enfrenta desafíos, como lo indican que el 78 % de la población está expuesta a las amenazas naturales, y el coeficiente Gini (distribución del ingreso) de 0,485 en 2024, lo clasifica como uno de los más desiguales de la OCDE. Debido a la desinversión en educación, persiste un déficit de aprendizaje, demostrado por el Observatorio de la Educación, en tanto en la prueba PISA de 2022 los estudiantes costarricenses obtuvieron 415 puntos en lectura (57 de 81 países), lo cual es una disminución del 11 % con respecto a 2018 (49 de 79 países) y por debajo del promedio de 476.
Bajo este contexto, en las elecciones presidenciales y legislativas de 2026 estará en juego mucho más que la alternancia política, pues se decidirá el tipo de régimen que dirigirá al país: un sistema basado en instituciones sólidas, libertades civiles y equilibrio de poderes, u otro sustentado en una figura personalista con inclinaciones autoritarias. Por ello, la ciudadanía, los partidos políticos y el sector productivo deben actuar responsablemente, con visión futurista. Fortalecer la institucionalidad, respetar la separación de poderes y proteger la libertad de expresión son condiciones indispensables para preservar la estabilidad y el bienestar nacional.
Joseph de Maistre afirmó que cada nación tiene el gobierno que merece, y André Malraux matizó esta idea al decir que los pueblos tienen gobernantes que se les parecen, dado que los líderes populistas y autocráticos tratan a sus seguidores como rebaños sumisos. La pregunta clave es por qué las sociedades terminan eligiendo individuos con estas características. ¿Qué lleva a poblaciones enteras a tomar decisiones insensatas? ¿Se explica esto por la educación, cultura política, hartazgo o manipulación emocional? Esos son enigmas y fenómenos todavía abiertos a respuestas de la historia contemporánea.
La amenaza de los aprendices de autócrata, reforzada por comités de aplauso permanente, debe tomarse muy en serio, especialmente cuando los discursos se acompañan de metáforas que normalizan la violencia, menosprecian a quienes no se someten a su voluntad y reflejan imaginarios políticos diseñados para imponer fuerza, humillación y métodos caudillistas. Podrían reformularse, entonces, las frases de Malraux y de Maistre a “de resentimientos, ruido, exclusión y rencor vive la gente, y en eso los autócratas son maestros para fomentarlos y aprovecharlos”.
Con el tiempo, estos liderazgos revelan su verdadera naturaleza. El discurso antisistema con el que construyen su conexión popular incluye prepotencia, burlas y groserías que fomentan conflictos. Las promesas iniciales de aumentos salariales, fortalecimiento de las pensiones, inversión social, lucha contra la evasión y corrupción, apoyo al agro, reforma tributaria, soberanía alimentaria, educación, energía y prosperidad se desvanecen, pues al proteger las élites económicas que los respaldan, restauran el modelo oligárquico y fortalecen el sistema que dicen combatir. Respaldado por intereses economicistas, el modelo económico reproducirá las desigualdades, debilitará las instituciones, privatizará los servicios públicos y reducirá las oportunidades de inclusión y movilidad social. Aunque al principio entusiasman a sus bases, poco a poco comienzan a fatigarse los menos fanáticos, pero la experiencia regional demuestra que, cuando la población al fin comprende las circunstancias, el daño está hecho y es tarde para revertir el proceso.
La gran pregunta es si aún hay tiempo, oportunidades e inteligencia suficientes para revertir la tendencia y evitar el deterioro del país que conocemos. Costa Rica enfrenta una encrucijada.
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