De cómo las democracias se degradan desde adentro; los peligros que enfrentan las generaciones nuevas y que aún no dimensionan

La democracia moderna, aunque fundamentada en la voluntad de la mayoría electoral, no consiste en un sistema en el que se elimina o desprecia la voluntad de las minorías. Una democracia justa traza límites racionales al poder mayoritario y establece mecanismos de autocorrección renovables en cada elección. Reprimir la expresión política de las minorías socava sus ideales más profundos: las elecciones no deben convertirse en instrumentos discriminatorios para descalificar opiniones o derechos. Democracia no es sinónimo de dictadura de la mayoría.

Un problema frecuente es la manipulación de los sistemas electorales para acceder al poder y perpetuarse en él mediante la degradación de otras instituciones democráticas. Los ejemplos son numerosos y conocidos: Hitler, Putin, Orban, Duterte, Bolsonaro, Netanyahu, Chávez, Bukele, Maduro, Ortega-Murillo, entre otros. Erdogan resumió esta visión instrumental diciendo:

La democracia es como un tranvía: uno sube y se transporta hasta que llega a la parada; entonces es el momento de bajarse”.

Se aprecia así la liviandad de la efímera apariencia democrática. Por ello, aunque en democracia se delega el poder de las decisiones cotidianas, incluso las vitales, eso no significa que la población deba renunciar a los mecanismos de presión que cuestionan y desafían a la autoridad central.

El método más común de los autócratas, para socavar la democracia, consiste en degradar la institucionalidad. Comienzan por denigrar al Poder Judicial, la prensa y las instituciones; los despojan de prestigio, los inundan de acólitos leales y los convierten en instrumentos de propaganda. Las acciones del líder se presentan como patrióticas y heroicas, incluso si solo representan el cumplimiento de los deberes básicos. Las opiniones contrarias a su posición se califican como traición y se persiguen como subversivas.

Con el tiempo, las elecciones se manipulan y se convierten en rituales sin legitimidad, en meros símbolos que reconfirman una autoridad falsamente democrática. Lo que define a una verdadera democracia no es únicamente la existencia de elecciones, sino los procesos que permiten corregir errores mediante propuestas nuevas y creativas. Las elecciones no buscan descubrir verdades sino mantener equilibrios, alternancias y soluciones. Las decisiones del ganador no siempre son correctas, pues la democracia no es infalible; los errores humanos son inevitables, aunque cueste admitirlo y por ello, la renovación frecuente de los personajes y líderes es indispensable.

Líderes y subalternos suelen ser acusados de corrupción o incompetencia, a veces con razón, a veces por despecho o por intentos desestabilizadores, por lo que existen poderes contralores y judiciales designados para de juzgar la veracidad o no de las acusaciones. Su tarea es arbitrar y establecer evidencias, pues en la democracia no debería existir la opción de esconder o manipular la verdad. Sin embargo, desafortunadamente estas prácticas se han vuelto comunes: los autócratas, para evitar cualquier crítica recurren a sofocarlas, reprimirlas y anularlas enarbolando su supuesta infalibilidad mientras se mantienen en el poder, hasta que sus opositores logran revelar la verdad.

Los síntomas del autócrata son repetitivos: rechaza a los partidos tradicionales (las “castas”), se presenta como salvador ante una oposición decadente, corrupta, y se autoproclama como el único actor decente y moralmente superior. Construye una imagen mesiánica basada en una misión casi celestial de redención nacional. Mediante narrativas populistas simplifica la complejidad del país, reduciéndola a la existencia de una élite privilegiada que solo él puede destronar. Paradójicamente, termina reproduciendo prácticas oligárquicas similares a las que critica. Durante este proceso los conflictos con la prensa son constantes; la acusa de desinformar para desacreditarla y consolidar el monopolio narrativo que le permitirá enfrentar a las élites tradicionales mientras instala a las suyas en el poder.

Uno de sus instrumentos favoritos es el impulso de reformas estructurales, incluida la reelección continua y el debilitamiento de los demás poderes del Estado para concentrar autoridad y “arreglar” el país. Suprime cualquier sentido de conciliación, debate y negociación y fomenta la polarización y el conflicto. Aprovecha que las opciones políticas no se renuevan, permanecen anquilosadas y cargadas con la responsabilidad de haber desgastado el sistema democrático mediante la incompetencia y la corrupción.

Su popularidad se articula mediante un lenguaje agresivo, arrogante y a veces soez, atractivo para jóvenes, sectores con nivel educativo bajo, e incluso grupos profesionales cansados de la retórica tradicional. Esa popularidad descansa en actitudes altaneras y discursos anti-oligárquicos, pero no en resultados tangibles, que suelen ser escasos o inexistentes.

Mario Quirós describió cómo la reconfiguración política costarricense se relaciona con los cambios demográficos y generacionales; en Costa Rica, por ejemplo, los votantes “Z” y “millennials” enfocan su percepción en las fallas del sistema y en los protagonistas políticos heredados. Esas generaciones no vivieron la época dorada del Estado benefactor; conocen más bien su desgaste, contradicciones y crisis de legitimidad. Su vida moderna transcurre a un ritmo mucho más rápido que los tiempos lentos de la política, antes tolerados y ahora vistos como insuficientes. La lógica tradicional del voto ya no responde a sus expectativas; esta nueva “demografía electoral” carece de vínculo emocional con el origen del sistema.

Para las generaciones anteriores, las instituciones representaban conquistas y estabilidad; para las actuales, representan una deuda. De ahí su frustración, desconfianza e impaciencia acumuladas durante gobiernos que prometieron más de lo que cumplieron, discusiones políticas interminables y economías incapaces de mejorar la calidad de vida. Su experiencia, sin fidelidad hacia ideologías o estructuras partidarias, está marcada por el desempleo, la desigualdad, la falta de representación, y su deseo de autenticidad alimenta el apoyo a figuras que desafían lo establecido.

El problema es que estas generaciones tampoco han logrado percibir ni medir los peligros y consecuencias de esas decisiones impulsivas que, tarde o temprano, afectarán la democracia; está en manos de ellas comprender, dimensionar y enfrentar los peligros que, de no pensar bien las cosas, degradarán desde adentro a la democracia. La hora de los gestos simbólicos y de la indiferencia ya pasó; ahora viene la prueba de fuego: el examen para medir su inteligencia.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.