La mañana del 14 de noviembre de 2025 no pasará inadvertida en la historia política reciente. Durante la comparecencia legislativa en la que se analizaba la solicitud de levantamiento de su inmunidad, el presidente Rodrigo Chaves decidió abandonar el recinto de forma abrupta, acusando parcialidad y persecución política. No fue un estallido institucional: fue un gesto cuidadosamente coreografiado para reforzar una narrativa en la que él —y solo él— encarna al “pueblo” frente a un entramado de poderes supuestamente corruptos o innecesarios.

Durante la comparecencia, Chaves utilizó una frase que atribuyó a Einstein: “Locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes.” La cita es falsa. No proviene de Albert Einstein, sino de una novela de 1983. Pero ese detalle no mermó su utilidad política. Al contrario: la frase apócrifa se alineó con una estrategia que se ha vuelto común en esta administración: usar explicaciones simples, pero falsas, para justificar decisiones controvertidas o para habilitar narrativas de enfrentamiento.

Y es aquí donde comienza el problema: cuando lo falso se naturaliza como instrumento de poder, la democracia se vuelve vulnerable.

Un clima político saturado de distorsión

En la misma coyuntura, el abogado del presidente, José Miguel Villalobos, afirmó que “solo los partidos políticos pueden presentar denuncias ante el Tribunal Supremo de Elecciones”. La declaración es incorrecta. Contradice la jurisprudencia electoral y las reformas que ampliaron la legitimación ciudadana. No es un error anecdótico: es un ejemplo de cherry-picking constitucional, un recorte interesando de la ley para confundir, limitar la fiscalización y reconfigurar la relación entre ciudadanía y poder.

Estos episodios, sumados a ataques reiterados contra la prensa, la Contraloría, el TSE y la Procuraduría, muestran un patrón: Una erosión paulatina de los contrapesos democráticos, acompañada de una narrativa donde el presidente se presenta como víctima de un sistemático “bloqueo institucional”.

No negamos la existencia de disputas internas, agendas partidarias o actores que logran influencia en los órganos públicos. Pero ninguna institución es un cuerpo homogéneo ni puede desprenderse del marco legal que la constituye; y ningún funcionario está habilitado —al menos legítimamente— para actuar de manera arbitraria. Las instituciones son espacios de tensión y negociación, no de libertad absoluta.

Lo que sí es evidente es que Costa Rica ahora es parte de un fenómeno internacional.

Lo que ha sucedido en Centroamérica: señales que no debemos ignorar

El Séptimo Informe Estado de la Región (2024) evidencia que Centroamérica vive su periodo más crítico desde los conflictos armados del siglo XX. Costa Rica sigue siendo la democracia más robusta del istmo, pero los signos de alerta están ahí.

En Nicaragua. El régimen Ortega–Murillo no se consolidó a través de un golpe militar, sino mediante un proceso progresivo que incluyó la cooptación del Poder Judicial, la clausura de medios y universidades, la expulsión de más de 3.000 ONGs, la cancelación de partidos políticos, el encarcelamiento y exilio de opositores y periodistas. Los primeros síntomas parecían menores. Los resultados fueron devastadores.

En El Salvador Nayib Bukele logró consolidar un modelo de poder donde la popularidad aplasta toda institución; lo que le permitió detener, en lo que va, más de 83.000 personas sin debido proceso (se calcula que casi 10.000 inocentes siguen detenidos), ha renovado más de treinta veces el estado de excepción, lo que ha sido señalado por la Washington Office on Latin America (WOLA, 2024) como la transformación de una medida de seguridad en una política de Estado, también le permitió reconfigurar la Corte Suprema para habilitar la reelección, y se han documentado casos de tortura, muertes en cárceles y detenciones arbitrarias; todo ello con el marco de las redes sociales como principal instrumento de control emocional y narrativo. La popularidad ya no es garantía contra el autoritarismo; puede ser su combustible.

El caso de Guatemala no es menos aleccionador; se intentó anular las elecciones ya decididas y criminalizar la transición del poder, la ciudadanía respondió con movilizaciones prolongadas que frenaron parte del proceso.

El dato que debería preocuparnos a todos

Quizá el elemento más perturbador del momento político costarricense no está en la Asamblea, sino en las pantallas.

El estudio RED506 de El Financiero y Shift Porter Novelli estima que casi uno de cada cinco usuarios activos en redes sociales del país es falso, lo que equivale a unas 943.000 cuentas no reales; además, calcula que alrededor de un 18% de toda la conversación digital es “artificial o manipulada”.

Según ese mismo estudio buena parte de este ecosistema interviene en escándalos políticos concretos, como el caso del trol Piero Calandrelli contratado por una exministra, redes falsas asociadas a Noelix Media y las llamadas cuentas “vietnamitas”, que inundaron redes con mensajes idénticos de apoyo al gobierno y ataques contra la prensa y el Poder Judicial; los bots tienden a amplificar emociones negativas (ira, sarcasmo, polarización) y generan una ilusión de “audiencias masivas” que en realidad no existen.

Desde el punto de vista de la antropología política, esto permite plantear una hipótesis clave:

  • Costa Rica se ubica hoy en un punto intermedio peligroso: no es todavía una dictadura, pero sí participa de una lógica regional de autocratización, donde existen grupos de poder y partidos que se apoyan en dispositivos digitales de deformación del espacio público, mientras se erosiona simbólicamente los contrapesos democráticos.

En términos de Galtung, podríamos decir que este “ecosistema sintético” funciona como una infraestructura de violencia cultural: normaliza el insulto, naturaliza el desprecio por las instituciones, refuerza la percepción de que solo el líder encarna al “pueblo” y fabrica una realidad donde la crítica aparece como traición.

Esto significa que Costa Rica ya no conversa consigo misma. Una fracción considerable de la conversación es ruido sintético. No hablamos de simples “opiniones” amplificadas, sino de ingeniería emocional: dispositivos diseñados para intensificar miedo, ira, burla, adhesión o rechazo.

Se trata de violencia estructural digital: la ciudadanía pierde la posibilidad de deliberar en un entorno limpio y de reconocer dónde termina la crítica genuina y dónde empieza la manipulación.

Étienne de La Boétie, en el siglo XVI, se preguntó por qué las personas pueden llegar a defender su propia opresión. Hoy la pregunta adquiere un matiz nuevo: ¿Por qué defienden narrativas vacías creadas por máquinas?

La respuesta está en el mecanismo que podemos llamar servidumbre voluntaria digital: adhesiones políticas sostenidas por estímulos digitales diseñados para producir sensaciones de multitud, confirmación emocional y unanimidad artificial.

El giro clastreano: cuando el Estado comienza a disciplinar a la sociedad

El antropólogo Pierre Clastres mostró que muchas sociedades limitan al jefe para evitar que acumule poder coercitivo; su estudio sobre sociedades Tupí-Guaraníes es profundamente reconocible: al jefe se le da poder sólo en ocasiones especiales (por ejemplo en temporada de caza); este poder está limitado y se utilizan una serie de mecanismos culturales y sociales para ello: cuando el jefe temporal empieza a extralimitarse o a querer ampliar su grado de influencia, se le deja de obedecer, se burlan de él o simplemente se le deja a solas con sus pretensiones. Esto no es algo casual, sino todo un sistema cultural y ritual.

En Costa Rica han funcionado instrumentos de limitación del poder durante décadas, por lo demás, institucionalizadas: una prensa vigilante, un TSE fuerte, poderes separados, ciudadanía crítica y fuertemente reactiva a la servidumbre.

Hoy, ese equilibrio se altera. El ecosistema sintético actúa como escudo digital, desactivando la crítica y amplificando el ataque. Es decir: pasamos de una sociedad que limitaba al Estado, a un Estado —y su maquinaria— que busca disciplinar a la sociedad.

Esto no se parece a Nicaragua, ni a El Salvador, pero se parece demasiado a las fases iniciales que hicieron posibles esos procesos.

La salida: una empatía crítica

En medio de este escenario, la respuesta no puede ser solo jurídica o institucional. Necesitamos una práctica política que permita resistir la manipulación emocional y la polarización impulsada por algoritmos.

A eso podemos llamarle empatía crítica. No es sentimentalismo; es la capacidad de reconocer la humanidad del otro sin perder el juicio, de escuchar antes de reaccionar, de verificar antes de compartir y de disentir sin deshumanizar.

La empatía crítica reconstruye la posibilidad de la conversación pública en un entorno saturado de ruido sintético. Y, sobre todo, impide que el algoritmo defina por nosotros lo que pensamos, sentimos y tememos.

Costa Rica no enfrenta un colapso democrático, pero sí un deterioro silencioso e inquietante. La democracia no solo se erosiona por golpes o decretos: se erosiona cada vez que normalizamos la mentira útil, cada vez que confundimos volumen o contundencia vacía con verdad, cada vez que aceptamos que un presidente pueda evadir la fiscalización y ser aplaudido por perfiles falsos, pero también verdaderos.

Recuperar la democracia hoy pasa por tres tareas urgentes:

  1. Defender la verdad como bien común.
  2. Proteger las instituciones que garantizan la igualdad democrática.
  3. Cultivar una empatía crítica que nos permita pensar y disentir sin caer en la servidumbre.

La pregunta no es si Costa Rica puede evitar el camino de sus vecinos; la pregunta es si podremos defender nuestra democracia antes de que la conversación nacional deje de pertenecernos.

Referencias bibliográficas.

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