En Costa Rica, el poder siempre se sostuvo sobre un pacto fundamental: la autoridad respeta los contrapesos y, a cambio, la ciudadanía confía. Rodrigo Chaves ha decidido dinamitar ese pacto. El ataque frontal del Presidente al Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) —la institución que garantiza que nadie, ni siquiera él, pueda torcer la voluntad popular— no es un arrebato más: es una estrategia. Hoy, la propia presidenta del TSE, Eugenia Zamora, le advirtió por escrito que “está amenazando la paz y la estabilidad política del país”. No es una metáfora; es un parte de urgencia.

El asedio al TSE ocurre mientras ese órgano pidió a la Asamblea levantar el fuero de Chaves por múltiples denuncias de beligerancia política. Es histórico que el árbitro electoral tenga que pedir que un presidente responda por usar su cargo para influir en el proceso; más histórico aún que, en vez de silencio prudente, el mandatario redoble el agravio contra quienes deben juzgarlo. Si el poder cree que puede insultar a los árbitros y, al mismo tiempo, jugar el partido, la democracia deja de ser un sistema y pasa a ser un teatro.

Aun si la inmunidad lo blinda por un rato, la realidad lo desmiente. Mientras el Presidente posa de justiciero, los homicidios siguen en niveles indecentes para la historia nacional: más de 700 víctimas ya en 2025, con proyecciones cercanas a los peores años registrados. ¿Y el narcotráfico? No “merodea”: cabalga, conquista territorios, compra silencios y normaliza la violencia como paisaje. El país que presumía ser remanso observa cómo la criminalidad se le sienta a la mesa.

Chaves ha querido vender mano dura importada en contenedor —copias epidérmicas del modelo Bukele— sin los resultados de fondo ni las garantías de forma. Anuncia prisiones “a la salvadoreña”, pero las balas siguen dictando el mapa de la noche. Es la política del espectáculo: un dron, un allanamiento televisado, un discurso áspero… y mañana, el mismo conteo de muertos. La seguridad no se improvisa con pose; se construye con Estado.

El Presidente se regodea en otra paradoja: la pobreza baja —15,2% en 2025, según el INEC— mientras la inversión social cae al nivel más bajo de la última década. ¿Milagro económico? No. Es, en buena medida, el avance de la economía de sombras: informalidad en expansión, dinero caliente que riega barrios, “empleos” que no figuran en planillas pero sí en las morgues. Si el gasto social se desploma y, sin embargo, más hogares reportan ingresos “suficientes”, la pregunta obvia es de dónde fluye esa plata. Y la respuesta, aunque incómoda, se huele en las costas, en las rutas y en los retenes: del delito que se ha vuelto alternativa de subsistencia para miles.

No es que el país esté condenado; es que el gobierno se beneficia de la confusión. La retórica presidencial necesita enemigos: jueces, periodistas, académicos, magistrados electorales. Hoy le toca al TSE, ayer a quienes cuestionan los virajes normativos más regresivos —incluida la reciente restricción del acceso al aborto terapéutico— y mañana a cualquiera que contradiga la epopeya personal del caudillo. La democracia costarricense no resiste a base de milagros, sino de instituciones: si el Presidente convierte al árbitro electoral en piñata, el mensaje a sus bases es claro y devastador.

Seamos crudos: Costa Rica llegó a ser referente regional no porque fuera perfecta, sino porque entendió que el poder debía aceptar límites. El TSE simboliza ese límite. Cuando Chaves lo embiste, no “opina”: intenta domesticar al guardián. Cuando su aparato aplaude, no “debate”: normaliza el abuso. La democracia no muere de un balazo; muere de la risa cómplice ante cada empujón al árbitro. Y ya vamos por demasiados empujones.

El presidente podrá agitar encuestas, fabricar plebiscitos emocionales y repetir su cruzada contra “las élites” como un estribillo de redención populista. Pero un gobernante que necesita golpear al Tribunal Supremo de Elecciones para sostener su narrativa no demuestra fuerza: confiesa debilidad. La verdadera autoridad no se impone a gritos ni se afirma humillando a las instituciones que garantizan su legitimidad. Y un país que convierte esa fragilidad patológica en culto, que confunde el autoritarismo con liderazgo y el atropello con firmeza, termina pagando la factura más cara: la pérdida de su reputación, de su paz y de su futuro.

A los que, con razón, celebran la reducción de la pobreza les toca hacer la otra mitad del cálculo: ¿qué pasa cuando esa mejoría convive con récords de homicidios, con economías ilegales aceitando engranajes sociales, con inversión social a la baja y con un presidente que empuña la institucionalidad como garrote? Pasa que Costa Rica deja de ser un Estado y se vuelve un ensayo de laboratorio: cada semana, una decisión improvisada, una pelea más, un límite menos. Y así, paso a paso, el país que fue orgullo se convierte en advertencia.

No, Rodrigo Chaves no quiere “cambiar” a Costa Rica: quiere vencerla. Quiere que la nación se rinda ante su libreto, que el TSE sea un decorado, que la crítica sea sospechosa y que la violencia sea “un costo”. Nuestro deber ciudadano —conservadores, progresistas, escépticos— es impedirlo.

Defender al TSE no es defender a un grupo de magistrados, es defender el derecho de cada costarricense a que las elecciones no sean un ring personal. La democracia no pide aplausos: exige coraje.

Hoy, ser valientes es decirlo sin rodeos: un presidente que azuza contra el árbitro, que normaliza la violencia con gestos huecos y que celebra triunfos ficticios mientras los muertos se suman, está destruyendo a Costa Rica. Y no lo vamos a permitir.

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