Hay un cansancio que se siente en el aire. No es solo la fatiga económica o la ansiedad de un país que busca respuestas. Es el cansancio del ruido: de la repetición de frases gastadas, de los eslóganes huecos, de las discusiones que no construyen nada.
La oposición grita que vivimos bajo un gobierno autoritario, que se apagan las luces de la democracia y que el presidente avanza hacia el despotismo. El gobierno responde que los otros son defensores de privilegios, corruptos disfrazados de moralistas. Y en medio de ese eco interminable, el país real —el que madruga, trabaja, se las ingenia para sobrevivir— mira el espectáculo como quien asiste a una obra que ya conoce de memoria.
Lo que está en crisis no es solo la política, sino el lenguaje con que intentamos comprenderla. Hemos sustituido las ideas por etiquetas, los argumentos por consignas, la reflexión por la rabia. Y cuando la política se convierte en un campo de batalla moral, lo primero que muere es la posibilidad de diálogo.
Costa Rica solía ser una rareza en la región: un país que creía en la palabra. Nuestras instituciones nacieron del acuerdo y no de la violencia. Pero algo se ha quebrado. Hemos permitido que el debate público se contamine de los métodos más primitivos de la polarización. Ya no se discute para convencer, sino para humillar. Ya no se busca la verdad, sino la victoria.
Y sin embargo, incluso en medio de este ruido, hay algo que persiste: una intuición profunda de que podemos hacerlo mejor. Que la política no tiene por qué ser un concurso de descalificaciones, sino un espacio para pensar juntos. Que no todo está perdido mientras exista alguien dispuesto a escuchar.
La democracia, si se mira bien, no se defiende solo en los tribunales o en los discursos oficiales. Se defiende cada vez que dos personas se sientan a conversar con honestidad, sin importar que piensen distinto. Se defiende cuando el ciudadano decide leer antes de opinar, dudar antes de condenar, pensar antes de repetir.
El problema de fondo no es si el gobierno miente o la oposición exagera. El problema es que todos, en mayor o menor medida, hemos dejado de pensar políticamente. Nos hemos vuelto consumidores de narrativas, hinchas de causas momentáneas, espectadores de una lucha que olvidamos que también nos pertenece.
Necesitamos, más que nunca, una ética del diálogo. No la cortesía superficial del que escucha por protocolo, sino el coraje de quien está dispuesto a ser transformado por el pensamiento del otro. Hablar con el otro no debería ser un riesgo, sino una forma de construir país.
El ruido —ese zumbido constante de las redes, los titulares, las frases hechas— nos ha hecho olvidar lo esencial: que Costa Rica no se edifica sobre la furia, sino sobre la razón. Que los verdaderos líderes no gritan, piensan. Y que los pueblos que renuncian al pensamiento, terminan siendo gobernados por el estruendo.
El país necesita menos voceros y más pensadores; menos consignas y más preguntas. Porque solo quien se atreve a pensar puede imaginar un futuro distinto. Y acaso esa sea hoy la tarea más revolucionaria: devolverle profundidad a la conversación pública, rescatar la palabra de entre los escombros del ruido, y volver a hablar —como país— de lo que realmente importa.
Porque mientras haya alguien que piense, que escuche y que nombre las cosas con esperanza, la democracia todavía respira.
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