Ha de haber sido por ahí de 1964 o 1965 cuando fui por primera vez a ver, en el cine Rex, al costado sur del Parque Central de San José, diagonal a la Catedral, la película Fantasía de Walt Disney. La vuelvo a ver entera cada vez que se me aparece; ya lo hice dos veces con mis nietas (una de ellas se ríe mucho con las hipopótamas que bailan con tutú, pero se asusta cuando aparecen los cocodrilos, y los esqueletos del Monte Calvo). La banda sonora es espectacular, con la Orquesta Filarmónica de Filadelfia, dirigida nada más y nada menos que por Leopold Stokowsky, una de las razones por las cuales terminé anclado en la música clásica. Es realmente genial y se la recomiendo a todo el que me escuche.
Aunque es muy difícil decidir con certeza cuál de los capítulos es el mejor, en ese momento de mi niñez el que más me impactó fue el protagonizado por Mickey Mouse en el papel del Aprendiz de Brujo, con la versión orquestal compuesta por Paul Dukas y el argumento derivado de la obra de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), uno de sus textos más conocidos y que sigue teniendo relevancia y vigencia en nuestros días.
Mickey protagonizó sus escenas de manera magistral, trabajando de aprendiz de brujo; pasante, diríamos actualmente. El maestro lo tenía a cargo de una labor que detestaba, pues tenía que ir a cada rato al pozo con un balde a sacar agua, llevarla al salón y fregar el piso con una escoba. Entonces, cuando el maestro se ausentó cansado de las arduas labores mágicas del día, Mickey aprovechó para hacer travesuras, se puso el sombrero mágico y comenzó a experimentar con algunos de los sortilegios inscritos en el libro de los hechizos.
Para aliviarse la tarea, se le ocurrió embrujar a la escoba para que hiciera el trabajo por él. Y así, sobreestimando sus capacidades, cometió el primer error. La escoba comenzó a sacar agua rápida e incesantemente del pozo mientras Mickey, confiado y descuidado, dormía una siesta (segundo error). Cuando se dio cuenta de la situación, el lugar ya se había empapado y no logró detener a la escoba, pues desconocía el contra-conjuro respectivo para manejar el riesgo creado (tercer error). Su ineptitud lo llevó a ocurrírsele tomar la medida drástica de cortar la escoba en dos con un hacha (cuarto error). Su torpeza no hizo más que multiplicar el problema, pues las astillas se convirtieron en más escobas y estas, a su vez, se reprodujeron descontroladamente y todas continuaron, cada vez más rápidamente, a acarrear agua hacia el taller e inundarlo (quinto error). Su impericia lo condujo a crear un desastre mayor (una vorágine, diría José Eustacio Rivera). La habitación comenzó a inundarse y cuando todo parecía perdido, afortunadamente regresó el mago y de inmediato rompió el hechizo, con lo que todo volvió a la normalidad.
Ustedes se preguntarán: ¿Por qué semejante preámbulo? Bueno, aquí viene la explicación:
La fábula debería servir de advertencia y ejemplo para evitar cometer los errores de ejercer el poder sin sabiduría (primero), actuar sin sensatez ni capacidad (segundo), no saber hacia dónde conducen las decisiones impulsivas (tercero), y desatar fuerzas desconocidas y supremas que terminen generando consecuencias inesperadas y descontroladas (cuarto). Luego, de nada servirá aducir ignorancia y pedir perdón cuando surjan las consecuencias de las decisiones tomadas bajo ignorancia y arrogancia, y por hacer pagar caro a quienes no tuvieron arte ni parte en las acciones (quinto).
Curiosamente y bajo todas las proporciones guardadas, nuestros países, grandes y pequeños, están viviendo historias semejantes. Casi cada día nos sorprenden las numerosas situaciones dañinas para la democracia, por las cuales se requerirán correcciones profundas, enmiendas severas y tiempo para evitar que los daños, previsibles o no, se multipliquen y se vuelvan todavía más graves e irreparables. Esas situaciones, unas después de las otras, evidencian las torpezas, mentiras, exageraciones, contradicciones, demagogia, amenazas, atropellos y pleitos promulgados contra quienes se atreven a contradecir a los aprendices de brujo, súbitamente convertidos en aprendices de autócratas. El ejercicio de ese tipo de poder, con el que se ufanan de su capacidad de creer que pueden hacerlo todo, al fin de cuentas no termina en nada más que despliegues de arrogancia, prepotencia e incapacidad inagotable de evitar conflictos que no satisfacen a nadie más que a ellos mismos, a sus acólitos, beneficiarios cercanos y aplaudidores crónicos.
Como buen aprendiz de brujo, el autócrata no sabe con certeza hacia dónde va con ese supuesto poder político, ni tampoco que está jugando con fuego. No parece terminar de descubrir que algunas de sus decisiones y acciones adquieren vida propia y se arraigan, ni que producen consecuencias que se complican y multiplican, como las escobas encantadas de Goethe. Sus actuaciones teatrales y encandiladas, frente a las cámaras y micrófonos, en foros nacionales e internacionales, nos ponen a todos en situaciones de temor, desconcierto y a veces hasta de vergüenza ajena.
Al igual que Mickey, que cortó la escoba en dos solo para crear más escobas, el aprendiz de autócrata inventa y multiplica, todos los días, conflictos con los sectores políticos que no le son afines ni que le aplauden de manera continua y servil todo lo que hace y dice; así, no hace más que alimentar el caos político. En su vorágine, intenta concentrar las decisiones en él mismo, interpósita mano de subalternos que no se atreven ni a suspirar sin su permiso, y para lo cual declara guerras contra la oposición legislativa y los poderes judicial, electoral y contralor. Vive de crear conflictos cada vez más frustrantes, en donde todo es culpa de los otros.
Como el aprendiz de brujo, que descubre a diario que desconoce el poder de los hechizos y sus maneras de contrarrestarlos, el aprendiz de autócrata tropieza y choca repetidamente con un sistema democrático integrado por instituciones independientes que le impiden actuar como a él se le antoja. Y cuando intenta engendrar todavía más escobas mediante declaraciones airadas, amenazas y trampas, se encuentra con que, por su completa incapacidad conciliatoria el sistema institucional le responde con más impedimentos. Y aun así, asombrosamente, no comprende ni le interesa aprender la lección.
Goethe nos recuerda una verdad fundamental sobre el poder: manejarlo sin experiencia, sin humildad y sin la comprensión de sus complejidades, inevitablemente conduce hacia resultados dolorosos, pero no solamente para el arrogante que decide emular la historieta de Mickey, sino para los ciudadanos y el sistema democrático.
Esperemos que los aprendices de autócrata, en lugar de seguirse equivocando descubran, al fin, que en los laberintos de la política, la economía y la sociedad democrática no existen atajos ni trucos válidos. Y que hay una diferencia crucial con la fábula y es que para cuando la crisis se salga del redil no tendremos a un mago poderoso que venga a restaurar el orden y la paz, con solo romper los hechizos. En la política real las consecuencias de la incompetencia y de la arrogancia pueden perdurar mucho más allá del mandato de quien las desató.
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