Es un asunto de norma protocolaria, elemental y básica: Un mandatario debe siempre hablar en el idioma oficial de su país. Los ciudadanos, con prioridad, deben poder saber qué es lo que está diciendo. Punto. Cualquier otra opción es inadmisible, al menos para demócratas racionales. No es de recibo pretender que se domina completamente un idioma extranjero, sobre todo en el caso de que el discurso termine siendo una demostración lingüística digna de comedia de quinta categoría, pues es a los ciudadanos a quienes luego les terminará retornando la vergüenza y el desastre.

Nadie obliga, ni sería racional condicionar, a un presidente de la república que hable los idiomas extranjeros como la reina Elizabeth o Charles de Gaulle, pero él se debería obligar, a sí mismo, a no hacer un papelón frente a personalidades mundiales y la prensa internacional. Esto parece sencillo de decir, pero a la hora de las verdades es un misterio, sobre todo cuando el presidente en cuestión se supone que estudió en Estados Unidos, y trabajó muchos años en organismos internacionales en donde es supuestamente requisito ser fluido en inglés, pues la vida transcurre de misión en misión en un mundo lleno de funcionarios, diplomáticos, técnicos y especialistas angloparlantes, nativos o no.

Tampoco me puedo imaginar que sea un asunto de vanidad, pues al actuar de esa manera no hay forma de que una persona, al menos con unas cuantas neuronas funcionales, no se dé cuenta que se expone al frente del bochorno y la burla. Y si no domina la lengua extranjera y fuese un personaje austero, honesto y competente, pues sería excusable, ¡no pasa nada! Para eso están los traductores profesionales, disponibles siempre en estas reuniones internacionales. Y se pregunta uno por qué, al menos, no utilizó la inteligencia artificial, o mejor aún la asistencia de alguno de sus asesores, o a alguien de la numerosa delegación de acompañantes (en la que debería haber, al menos uno, que maneje decentemente ese idioma) y a la cual le pagamos unos días preciosos en París y Niza, con nuestros impuestos.

Es inexplicable, seamos claros. El ego hipertrofiado y narcisismo del presidente de la república de Costa Rica, don Rodrigo Chaves Robles, más bien debieron impedirle hacer el ridículo. ¿Será que él supuso que el presidente Macron y el resto del público no se darían cuenta y que, de todas maneras, de repente se expresan en esa lengua de la misma manera o peor que él? Ese sí sería un problema serio. Pongamos las cosas en claro: No es ningún pecado hablar mal el inglés. El 75 % de la gente, en este mundo, no lo habla fluidamente, o sencillamente lo desconoce.

Pero al analizar el discurso leído se llega a la conclusión de que de todas maneras era de un contenido muy básico y con vocabulario simple, aun si hubiese pensado expresarlo en español. O sea, ni siquiera valía la pena, en esta ocasión magna, ofrecerlo en su versión original, menos aún su traducción al inglés. Es claro: Para un dignatario hay muchas formas de hablar en público, por lo que no existe excusa válida para lo que hizo.

Conociendo al personaje y la forma cómo conduce y practica la política, degradada hasta niveles insospechadamente denigrantes, llena de resentimientos, insultos, exageraciones y mentiras constantes, con desquites groseros por sus diferencias con otros personajes a los que se enfrenta, enarbolando jaguares como símbolo de su machismo alfa, se terminan por comprenden muchas cosas.

Aparte de todo ello, vale la pena mencionar que, en su pésimo discurso en inglés, se expresó como el fundador y baluarte de la filosofía para salvar al planeta, en la Tercera Conferencia de las Naciones Unidas sobre los Océanos (UNOC3), mientras que en su propia tierra cierra los ojos, por decir lo menos, cuando se dañan y gentrifican las áreas protegidas, las costas y el propio mar que dice defender. ¡Se trata del Objetivo 14 de la Agenda 2030!, el que versa sobre la conservación de los océanos, la misma de la que él mismo se burló y rechazó hace unos pocos meses.

No es preocupante, repito una vez más, que su capacidad discursiva sea tan mediocre. Lo que asombra es que la enarbole e insista, aun así, en representar con ella a su país, creyéndose por encima de todo y de todos. ¿O será que lo hace a propósito, como una forma de generar ruido en las redes sociales y lograr que se publique algo sobre él? ¿Será la manera de camuflar su inacción y la del Minae con respecto el desastre en Crucitas, el horror de los botaderos de basura, la contaminación crónica del río Virilla, la tragedia de los basureros, el impacto ambiental de los embotellamientos viales, las muertes crecientes en accidentes de tránsito, la narcoviolencia, el empecinamiento absurdo de no construir el hospital nuevo en Cartago, la mentira y burla del engaño de la ruta de la educación, el impago de las cuotas de la Caja, sus ataques a las universidades, y sus excusas de que los gobiernos anteriores era iguales o peores, cuando se suponía que todas esas cosas se iban a arreglar en menos de tres años?

Nadie exige la perfección, pero sí decencia, coherencia y respeto por la investidura. El problema no es su mal inglés, es su evidente tendencia hacia la autocracia, expresada y admirada por sus comités de aplauso continuo, en español antidemocrático. Una vez más, se equivocó.

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