Los aspirantes a autócratas son numerosos, diversos. A algunos, ya graduados y duchos en la materia, los observamos cotidianamente en América Latina. Sostienen su popularidad a lo largo del tiempo porque comprendieron la manera expresarse y seducir, con lenguaje y formas, lo que le gusta ver y escuchar al populacho. Demagogia, le llaman algunos. Se promueven y consolidan con efectividad sobre la idea de que ellos sí entienden y se sacrifican para resolver los problemas del pueblo, con autobombo y alabanza de los comités de aplauso mutuo, serviles y rebaños de aduladores que los admiran y rodean.
Lo que todavía no se logra comprender es que haya gente pensante (tal vez no cabe decir inteligente) que comparte el gusto por estos personajes ¿Será que hay que aplicar la lógica de las leyes de Carlo Cipolla, en ambas direcciones?
Es trágico que algunos accedieran a sus posiciones de poder mediante procesos electorales democráticos que luego manipulan para perpetuarse, ellos o sus allegados, en las sillas presidenciales.
Mofa, patanería, chabacanería y show son considerados “hablar claro”. Groserías, altanerías, arrogancia, insultos, griterías y despliegues de ego y prepotencia, sin disimulo, exaltan a las masas de resentidos y frustrados por la acumulación de desaciertos, incompetencia y corrupción de los gobiernos anteriores. Esto es capitalizado, aprovechado y reforzado por los autócratas, es su mercadotecnia: Que se les mire como “solución” mesiánica a los problemas del pueblo … aunque no sepan ni puedan resolver ninguno de ellos y más aún, los aumenten y compliquen.
Los resultados, buscados y alcanzados, son la confrontación, división, estímulo del odio y sobre todo, la polarización de las posiciones. Desaparecen los intermedios y se refuerzan los extremos; se pierden la conciliación, el diálogo y los consensos. Las opciones se vuelven binarias: sí-no, blanco-negro, bueno-malo, conmigo-contra mí, amigo-enemigo, usted es un bruto corrupto y yo el redentor prístino, sabelotodo y dueño de la verdad única. Se consolida así el culto de la personalidad como parte de las actitudes típicas del populismo carismático, poco a poco propicias para la gestación del síndrome de los proto-neofascistas.
Como paso siguiente, se establece el paisaje en donde las puertas se cierran y los puentes se queman; las facciones se atrincheran, confrontan y agotan los canales del diálogo; el escenario de unos contra otros se consolida y las reacciones se vuelven inflexibles y viscerales. Todos son víctimas del otro. Los autócratas aprovechan el hecho de que, poco a poco reprimen, devoran, desorganizan y vuelven incoherente y acéfala a la oposición. Estos últimos, al señalarlos como autoritarios y agresivos, paradójicamente les agregan los atributos que prefiere el populacho e irónicamente refuerzan su imagen.
Se valen, también, de que los poderes judiciales y legislativos eternizan los casos emblemáticos y no ofrecen productos eficiente ni convincentemente. Con ello, brindan al autócrata la oportunidad de descalificarlos, criticarlos y señalarlos con el dedo índice. Los intelectuales, por su parte, se cansan de debatir, denunciar, develizar y demostrar que la democracia, la institucionalidad y el pueblo están en peligro, pero sin persuadir ni convencer.
Derivado del ambiente de caos político aparecen las excusas: Me insultan y yo, víctima, respondo; no me aprueban mis propuestas, por lo que no puedo gobernar; como me maltratan, no vuelvo a sentarme a dialogar; dado que yo heredé los problemas causados por la casta anterior y no me dejan resolverlos, prefiero que el país se estanque. Así las cosas, la mayoría de los asuntos graves a los que están expuestos los países sigue sin solución; peor aún, constantemente aparecen otros nuevos que también se complican cada vez más … y así sucesivamente.
A esos personajes se les olvida que fueron electos para trabajar como servidores públicos y que su salario se les paga con los impuestos, con los recursos del país que gobiernan y que pertenecen a todos sus habitantes. Ignoran, fácilmente, que no son “jefes” y que, por el contrario, su jefe es el pueblo.
“Liderazgo” es un concepto completamente desteñido, en desuso y sin significado para ellos. Para disimular sus deficiencias le mienten, ningunean y le cierran la boca a la población, aunque no tengan ese poder, el cual poco a poco intentan imponer. Aunque tienen la obligación de rendirnos cuentas de lo que hacen, cómo lo hacen y sobre todo, de lo que dejan de hacer, son incapaces de ello y, por lo tanto, ni siquiera intentan hacerlo. Tienen agenda propia.
Los autócratas no son el “pueblo”, pero se posicionan como su voz e imagen. Ofrecen pan y circo, con felinos, gladiadores y pulgares para arriba y para abajo, mientras la población sigue atrapada en la jaula. Y eso la gente lo sabe, pero curiosamente lo tolera resignada, reprimida y domesticada, como se dijo alguna vez.
Las soluciones no deberán estar más allá de la vía democrática. Pero urge comenzar a diseñar y aplicar un proceso estratégico para alcanzarlas, pensando en que estamos heredándole, a las generaciones futuras, una deuda inmensa que no podremos dejar de reconocer, cuando nos llamen a dar explicaciones.
Y al llegar al punto final, hemos de comprender que podríamos ser arrasados por la tormenta, sin haber acabado de descifrar el desarrollo de los sucesos y que todo lo escrito en ellos podría ser irreversible, para siempre. Nos corresponde entonces evitar que nuestra estirpe sea condenada a cien años de soledad, pues no tendremos una segunda oportunidad sobre la tierra...
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