Sí, estos son los adjetivos que hoy dominan nuestra discusión política. En redes sociales, en grupos de WhatsApp, en las conversaciones de café, estas etiquetas se repiten sin mayor análisis, sin filtro, sin decencia. El insulto se ha vuelto el lenguaje común del costarricense cuando se habla de política. Y es una pena. Una gran pena.

Costa Rica, país de instituciones sólidas, de una democracia centenaria que otros envidian, parece haber olvidado lo que significa debatir ideas con respeto. Lo que debería ser un intercambio constructivo se ha convertido en un lodazal emocional donde no gana el argumento mejor fundamentado, sino el grito más estridente. En vez de dialogar, despotricamos. En vez de construir, destruimos.

No puede ser que este sea el nivel de discusión política de una sociedad que se precia de educada, democrática y libre. Porque lo que estamos arrasando no es al “chavestia” de turno ni al “perico corrupto” del momento. Lo que nos estamos cargando es la posibilidad misma de convivir como sociedad, de reconocernos como adversarios políticos y no como enemigos personales.

Nos estamos devorando entre nosotros, como si no hubiese un mañana, como si no importara lo que le dejemos a quienes vienen después. Y sí, reconozco que ha habido errores, que han existido fallas graves, que hay corrupción, negligencia, privilegios, desencanto. Todo eso es cierto. Pero este no es el camino para reparar ni recuperar a Costa Rica. Este no es el tono. Esta no es la vía.

Porque esta es la Costa Rica que nos permitió estudiar, pensar, criticar; una Costa Rica construida con esfuerzo, con ideales, con luchas que costaron generaciones. Una Costa Rica imperfecta, sí, pero viva. Y hoy, esa Costa Rica se nos escapa entre los dedos mientras nos enfrascamos en convertir nuestras redes en basureros tóxicos, donde en lugar de ejercer ciudadanía, vaciamos frustraciones.

¿Cómo llegamos aquí?

Parte de la explicación está en la transformación profunda que ha vivido nuestro sistema de partidos. Costa Rica pasó de un bipartidismo sólido —sí, sólido, pero también con grandes vicios y zonas oscuras— a un multipartidismo fragmentado, volátil y muchas veces carente de identidad ideológica real. No se trata de añorar el pasado ni de idealizar una fórmula política que también acumuló deudas con la ciudadanía. Pero es importante reconocer que, al menos, ese modelo ofrecía estructuras claras, liderazgos definidos y canales de participación más previsibles.

Hoy, en cambio, lo que antes articulaba al país —con sus luces y sombras— se ha disuelto en una niebla de siglas, partidos emergentes, candidaturas improvisadas, liderazgos personalistas y plataformas construidas para las redes, más que para la realidad del país.

La desaparición progresiva de las lealtades partidarias no ha sido reemplazada por una ciudadanía más activa o crítica, sino por un vacío peligroso que ha sido ocupado por el ruido. En lugar de partidos que canalicen aspiraciones, formen ciudadanía y forjen liderazgos, hemos quedado a merced de influencers, troles, emociones desbordadas y campañas construidas más para dividir que para proponer.

Y esto tiene consecuencias. Porque sin partidos fuertes o sin espacios sólidos de deliberación, lo único que queda es la crispación, la sospecha constante, la lógica del “todos son iguales” y el vacío que llenamos con rabia y cinismo. La política se ha reducido a una batalla de hashtags, y la ciudadanía, en lugar de ser un ejercicio activo, informado y responsable, se ha convertido en una olla de presión donde lo único que importa es soltar la siguiente bomba verbal.

Pero aún estamos a tiempo.

Estamos a tiempo de rescatar el debate político como un acto de inteligencia colectiva, de ética ciudadana. Estamos a tiempo de exigir más, de formarnos mejor, de callar a los que gritan y abrir espacio a quienes tienen algo que aportar. Estamos a tiempo de dejar de ser cómplices de una degradación discursiva que no solo ofende, sino que empobrece.

Porque al final del día, lo que está en juego no es la reputación de un político, ni el ego de un usuario anónimo en redes. Lo que está en juego es la calidad de nuestra democracia. Y eso —aunque parezca un detalle menor en un hilo de Facebook— debería importarnos a todos.

Y también, y, sobre todo, es momento de mirarnos al espejo. Esta es una reflexión para nosotros como ciudadanos. Yo invito —con la mano en el corazón— a que cada persona que haya llegado hasta aquí leyendo se haga algunas preguntas incómodas, pero necesarias:

  • ¿Cuándo fue la última vez que me interesé, más allá del voto cada cuatro años, por los asuntos políticos de mi comunidad?
  • ¿Cuántas veces me he acercado a mi municipalidad?
  • ¿Cuántas veces he participado en un cabildo abierto, en una audiencia pública, en un consejo de distrito, en una consulta sobre tarifas o calidad de servicios?

La respuesta honesta, para la mayoría de personas, es que casi nunca hemos participado de esos espacios. Pero eso sí: estamos listos, con el dedo afilado y la lengua encendida, para despellejar la democracia en redes sociales.

La democracia no se sostiene sola. Y no basta con indignarse o con emitir juicios lapidarios desde la comodidad del teléfono. La democracia exige compromiso, participación, formación y respeto. Porque si no cuidamos nuestra democracia, si no la ejercemos con responsabilidad, seremos nosotros —no el político de turno— quienes habremos cavado su tumba.

Y vale la pena decirlo: a nuestras generaciones no nos costó construir la democracia que hoy gozamos. No fuimos nosotros quienes levantamos el sistema de salud que hoy se desmorona en listas de espera. No fuimos nosotros quienes creamos el sistema educativo que ha dado miles de oportunidades de superación. No fuimos nosotros quienes fundamos una sociedad más horizontal, más equitativa, más solidaria. Todo esto lo lucharon y conquistaron nuestros antepasados.  Pero por el camino que vamos —de polarización, desprecio, apatía y banalización del debate— tampoco nos va a costar destruirla. Y tal vez ahí esté la verdadera tragedia: en lo fácil que puede resultar perder lo que no se valora.

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