En aquellos días, la humanidad venía saliendo de una pandemia y yo de un divorcio. Más para distraer mi mente de estas calamidades, que por necesidad o interés, tomé un empleo como profesor los fines de semana en una institución de cuyo nombre no vale la pena acordarse. Así, me vi de repente los sábados a las ocho de la mañana a cargo de diecisiete adolescentes idénticos a los que pululan en cualquier barrio de nuestro país. Como cualquier otra clase, iniciamos con el ritual de presentarse, de dónde sos, qué te gusta, qué querés estudiar, in english, please.
Idénticos en su heterogeneidad, no percibí nada extraño en los dos últimos muchachos, que iban ataviados con ropa de marcas deportivas sumamente ajustadas, con tatuajes amplios que cubrían casi la totalidad de uno de sus brazos, y alguna joya fina que a nadie en un grupo niños le interesa. Él, moreno, fornido de dieciocho años, sumamente callado. De ella, un par de años menor, recuerdo el pavor en sus ojos negros gigantes cuando le tocó presentarse ante los demás; pavor que reconozco perfectamente porque otros estudiantes me han comentado el odio que sufren por ese ritual de las presentaciones en público.
Su inglés era bastante modesto. Más o menos lo que se esperaría de un labriego sencillo del transporte informal en Pavas, o de una distribuidora con muchos años de experiencia en productos de la Junta de Protección Social. Lograron dar a entender que eran primos, y que provenían del barrio Sagrada Familia.
Los chicos se formaron en parejas para resolver alguna práctica, y ninguno percibió el gélido miedo que me recorrió cuando contrasté los apellidos y procedencia de mis dos últimos estudiantes. Eran los hijos de “Los Lara”, una de las familias más poderosas dedicadas al comercio no legal y a todas sus ramificaciones en el sur de San José.
Los primos no volvieron luego de la segunda o tercera clase. La última vez que lo vi, el muchacho estaba en la entrada del instituto, perdido en sus pensamientos y su celular. Le pregunté por su prima que no había asistido aquel día, y le deseé buena semana. Sabía que nunca los volvería a ver.
Pocos meses después, el 26 de noviembre de 2022, Joseph Alemán Lara fue acribillado en circunvalación por el Parque de la Paz, y su prima fue arrestada por el OIJ y la PCD durante un allanamiento.
Dicen las voces que menos desean ser identificadas de San José, que el patriarca del clan, “Tío Lara”, al enterarse de la muerte artera de su sobrino, ordenó desde las profundidades de Máxima de la Reforma el inicio de la “guerra narco” o “pandemia de homicidios”, que hoy es el con total razón la principal preocupación de todos los costarricenses. Si se observa la fecha de inicio del crecimiento anormal de la curva de asesinatos, sí coincide con los días del asesinato de Joseph.
Y luego de los homicidios, los costarricenses padecemos la repetición de las noticias de sangre y muerte. Entre más gráfica es la violencia, más repeticiones del acontecimiento se suceden durante cuatro ediciones. (Existe un canal que emite luces de sirena policial junto a hechos de violencia, y la sala del televidente se ilumina como si estuvieran frente la patrulla).Luego, los videos virales de crimen son reemplazados por la sangre de mañana.
Existe un convencionalismo entre los medios noticiosos de corte antiguo que dice “if it bleeds it leads”, (algo así como “si sangra, vende”). Por eso el que alguna vez fuera “el Diario de más venta en Costa Rica” exhibía con maquiavélica lógica comercial imágenes de accidentes y crímenes sangrientos apenas cubriendo con un cuadrito negro los ojos de las víctimas. (Un tercio de la portada restante exhibía el cuerpo de una dama en ropa interior). Hasta la actualidad, los noticiarios de televisión nos muestran siempre al principio la sangre. Por eso es tan difícil mantener audiencia y publicidad en un medio noticioso que no hacen mercadeo con miedo y mujeres desnudas.
Y luego del baño de sangre, los noticieros nos ofrecen el análisis de los expertos. El líder de estos analistas criminólogos es Gerardo Castaing, un viejito igual al padre Pipo que aparece todos los días en la tele, a las 6 y a las 12, como en un puntual rezo, para comentar las cifras de asesinatos que golpean a nuestro país. En esta especie de ángelus macabro, no se anuncia la venida del Salvador en el vientre de una doncella palestina, más bien nos profetizan más injusticia y muerte.
El sermón de don Castaing sigue el mismo patrón invariable: con un 2% de sonrisa en su boca repite los números absolutos de los crímenes, describe el video viral expuesto por el periodista antes que él, y luego nos da una lección de moral y ética. Los criminólogos nos explican que los sicarios y narcotraficantes “son malos”, “no tienen respeto”, “no tienen miedo”, “matan niños inocentes”, y muchos otros juicios que no aportan absolutamente nada al fondo del tema de discusión.
Lo que los criminólogos ignoran, es que estos peligrosos niños asesinos y vendedores de drogas operan en su día a día bajo la ética y la lógica del capitalismo de mercado, no de una moral judeocristiana clásica.
Los jóvenes delincuentes no se levantan una mañana luego de la pubertad y dicen: “tengo la oportunidad de estudiar en la universidad y trabajar en una oficina o panadería; pero en este día tomaré la opción de ser un criminal, pues yo no tengo valores”. Los humanos no piensan así. Estas personas se enfrentan a la realidad de no tener ninguna opción, ninguna educación, ningún empleo, y sí mucho rechazo social.
Y luego alguien les ofrece mucho dinero por un trabajo rápido, mucho más dinero rápido de lo que ganarían con salario mínimo en un trabajo a tiempo completo.
Si estos jóvenes de barrios conflictivos tuvieran alguna otra opción de arte, deporte u oficios, quizá no tomarían el camino de las armas:
- Lo describe la socióloga Ana María Mora, quien expone que los adolescentes criminales son víctimas de una desigualdad que no deja más alternativa lógica que el crimen.
- Lo plantea muy bien Jaime Ordóñez en su escrito que exige apostar por la educación y no en una cárcel. Él nos comparte el testimonio forense de “Maikol” de 16 años, quien asegura: “yo me puedo ganar unos 50.000 o 100.000 pesos al día con producto. Y a mi cabra (novia) ya la tengo en OnlyFans. Todos ganamos así.”
Yo conocí a un par de esos supuestos “monstruos”, de esos seres sin moral destinados a engrosar con sus almas los números de los asesinatos y encarcelamientos. Ellos fueron para mí estudiantes que intentaron con mucha vergüenza y sólo un par de ocasiones, hablar inglés. Hoy uno está en el cementerio y la muchacha en el Buen Pastor.
Al igual que expertos como Gerardo Huertas y Alejandro Ross, creo que la solución de una popular cárcel estilo Bukele es una farsa populista imposible, inútil, ilegal, y con costos ocultos carísimos.
Tampoco me resulta indiferente el tema de las víctimas, por aquella amiga que me confesó que su vida no es la misma desde que a su amigo fue acribillado fuera del condominio porque “lo mataron los sicarios por error”. Y lo peor de todo es nunca saber si es cierto, o quién sigue en la lista de engrosar la estadística.
La seguridad en Costa Rica no es, como dice don Castaing, un problema de ética o moral. Es un problema económico y educativo. Pero las voces que exigen armas pesadas de guerra para los policías y soluciones bukelianas para encerrar a los pobres, parecen ganar cada día más peso entre políticos y votantes.
Por eso clamo a todos los ticos de buena voluntad para que encaren, con sus votos y sus ideas, a aquellos que suspiran por más violencia para resolver la violencia. Porque sin más educación, no habrá más seguridad.
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