Costa Rica vive hoy una de las crisis de seguridad más graves de su historia reciente. Los delitos violentos, los homicidios y el narcotráfico han generado miedo, indignación y la respuesta del Estado es la “mano dura”. Frente a esta situación, resulta necesario detenernos a reflexionar: ¿queremos una justicia movida por el miedo y el odio, o una justicia que busque soluciones sostenibles y humanas?
En la editorial de Delfino del 20 de mayo, "Una conversación incómoda", se aludió a la complejidad de discutir el populismo punitivo desde lo que él llamó "una torre de marfil que ni siquiera tiene ascensor". Delfino tiene razón: muchas veces quienes criticamos las políticas de mano dura hablamos desde el privilegio que nos dio la educación pública o desde espacios donde la violencia que vive una parte de la población no es una constante. Hoy, sin embargo, escribo desde el corazón, desde una experiencia personal que marcó mi infancia y que me enseñó que la violencia carcelaria también se vive fuera del centro penitenciario. Además, nos recuerda que las luchas nos pasan por el cuerpo.
Cuando tenía 9 años, mi mamá fue enviada a prisión preventiva por nueve meses tras ser imputada en el caso de los Certificados de Abono Tributario. En ese tiempo, me continúo criando mi abuelita; mi mamá se perdió mi cumpleaños, mi graduación y el cambio de siglo, que en 1999 parecía un momento histórico. En la cárcel hizo amistad con otra privada de libertad, “María”, quien cumplía condena por homicidio. Cuando finalmente mi mamá salió en libertad y fue sobreseída, conoció al hijo de María. Era un niño de 10 años, lleno de sueños, le gustaba el fútbol y además era saprissista, como yo. Yo cursaba quinto grado de la escuela y él ya estaba en sexto alistándose para entrar al colegio.
Un día, María le pidió a mi mamá que llevara a su hijo a vivir con familiares en San Ramón, porque su abuela y abuelo ya no lo podían controlar. Él comenzaba a tener problemas de conducta, robaba y hurtaba en pulperías de Hatillo 4 y se ausentaba de la escuela. Sus abuelos no podían mantenerlo económicamente y sus familiares tampoco. Lamentablemente terminó cayendo en la drogadicción y más adelante fue condenado por múltiples robos y hurtos. Mientras yo ingresaba a la Universidad de Costa Rica a estudiar Derecho, él ingresaba a un centro penal a cumplir su condena. Dos niños con sueños similares, pero con oportunidades diametralmente opuestas.
Esta historia la cuento porque demuestra que el impacto de la prisión va mucho más allá de a quien se condena. Afecta a sus padres y madres, a sus hijos e hijas, a sus amistades y a sus comunidades. También se las relato porque ilustra que, si no hay oportunidades reales, la cárcel no es disuasiva como pretende hacernos creer la mano dura, sino parte de un ciclo de violencia que se repite. Como escribí en otro artículo: la represión solo incrementa la violencia.
Es entendible que, ante la brutalidad y crueldad de ciertos crímenes, la reacción inmediata de la población sea el deseo de venganza. Por ejemplo, el 30 de octubre de 2024, tres supuestos sicarios asesinaron a una madre y a su bebé de apenas diez meses con 63 balazos. Noticias como esa estremecen y asustan, con toda razón, a la población. ¿Cómo no querer que esas personas se pudran y mueran en la cárcel? ¿Cómo no odiar cuando el miedo invade nuestros hogares y barrios, cuando nos cuesta dormir por escuchar balazos, cuando tememos que luego de ir a un bar nuestras hijas, hijos, hermanas, hermanos, amigos, amigas no vuelvan? Eso no es vida, nadie debería vivir así.
Sin embargo, justo en ese punto es que debemos preguntarnos: ¿queremos una justicia basada en el odio o una justicia que busque que estas situaciones no vuelvan a pasar? El odio y la venganza son un alivio emocional inmediato, pero no transforman nuestra sociedad. Simplemente, no previene, no repara. Solo perpetúa la violencia.
Podemos seguir llenando cárceles, construyendo más pabellones, endureciendo penas y eliminando garantías en el proceso penal. Pero si las personas jóvenes siguen creciendo sin acceso a educación, deporte, salud, cultura, sin esperanza ni futuro, seguiremos alimentando ese ciclo de violencia. La cárcel es necesaria en ciertos casos, pero no puede ser la única respuesta.
Queremos vivir en paz. Queremos caminar con tranquilad por la calle de nuestros barrios, queremos ir al parque a disfrutar del espacio público, que las personas que amamos regresen con vida del trabajo, del bar, de la escuela. Pero eso no se logra solamente aplicando represión. Se logra con justicia social, con oportunidades reales, con mayor inversión en educación y salud, con una mirada humana que entienda que nadie nace siendo delincuente.
Cuando el presidente Rodrigo Chaves grita fuertemente “mano dura”, se olvida de que sin justicia social no se puede alcanzar una verdadera seguridad. Y si seguimos gobernando desde el miedo, solo seguiremos sembrando más dolor. Las personas merecen vivir en paz.
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