Costa Rica enfrenta una crisis que amenaza su contrato social: el pacto implícito entre ciudadanía y Estado. Desde las ciencias criminológicas, los indicadores son alarmantes. El país cerró 2024 con 880 homicidios y una tasa de 16,6 por cada 100.000 habitantes, la segunda más alta de su historia. El 70 % de estos crímenes se relacionó con venganzas por narcotráfico, y en 2023 el incremento fue del 27 % respecto al año anterior. Solo en los dos primeros meses de 2025 se registraron 146 homicidios, con San José y Limón como epicentros de violencia.

Este escenario responde a factores criminógenos estructurales: desigualdad, corrupción y expansión del crimen organizado. Cuando las instituciones pierden legitimidad y la anomia se instala, la violencia se normaliza. La respuesta no puede ser solo punitiva; endurecer penas sin atacar causas sociales es ineficaz.

La prevención del delito exige un enfoque integral:

  • Prevención primaria: educación, empleo digno y fortalecimiento comunitario.
  • Prevención secundaria: intervención en poblaciones de riesgo.
  • Prevención terciaria: reinserción social para evitar reincidencia.

Existen modelos exitosos en América Latina que Costa Rica puede adaptar. El Pacto por la Vida en Pernambuco (Brasil) redujo homicidios en un 39% mediante coordinación interinstitucional, análisis criminal georreferenciado y programas sociales en territorios vulnerables. En Colombia, el Plan Nacional de Vigilancia Comunitaria por Cuadrantes fortaleció la relación policía-comunidad, mejorando la confianza y reduciendo delitos en zonas críticas. Además, estrategias locales como rediseño urbano, videovigilancia y participación vecinal han mostrado impacto positivo en Perú y Chile.

Costa Rica ya cuenta con herramientas como la Estrategia Nacional de Integridad y Prevención de la Corrupción (ENIPC), que busca transparencia y control ciudadano, pero requiere ejecución efectiva y blindaje político para evitar retrocesos.

Las ciencias criminológicas nos recuerdan que la violencia no surge en el vacío: es producto de fallas estructurales. Si el Estado no actúa con políticas preventivas basadas en evidencia, el país corre el riesgo de consolidar una violencia crónica y erosionar irreversiblemente su contrato social. La prevención no es un gasto: es la inversión más estratégica para garantizar paz y democracia.

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