¡Compartir el poder significa antes que nada repartirse los crímenes!”. Ismail Kadaré. Frase del libro “El palacio de los sueños”.

El escritor albanés Ismail Kadaré (1936-2024) pertenecerá por la posteridad a una lista sumamente honorable: la de los eternos candidatos al Nobel de literatura que jamás recibieron esta distinción.

Todo lector empedernido y consuetudinario, reconoce los nombres y las obras de Chejov, Virginia Wolf, Mark Twain, James Joyce, Proust, Vladimir Navokov, Cortázar, Benedetti, Jorge Luis Borges. Todos ellos, al igual que Kadaré, nunca recibieron distinción de la Academia Noruega por motivos más políticos que artísticos.

Sus obras más reconocidas son “Abril quebrado” y “El palacio de los sueños”. Pero mis favoritas son “Spiritus” y “Expediente H”. Y considero que “Tres elegías por Kosovo” es la novela con el título más hermoso y preciso del siglo XX.

Decenas de sus novelas se desarrollan en el mismo sitio: las montañas de roca negra perpetuamente nubladas de Albania; y todas giran en torno al mismo tema, las tradiciones tristes, milenarias y sangrientas de este pueblo, que se remontan a los tiempos de Homero. Otro tema que atraviesa toda la obra de este autor es la paranoia del comunismo, que tuvo que disfrazar bajo múltiples metáforas para sobrevivir a la censura del brutal régimen asesino de Enver Hoxa.

Pero en su primera gran novela, “El general del ejército muerto”, (1963) Kadaré nos sumerge en la obscuridad de una situación inverosímil: un general italiano que en los años de 1950 tiene la misión de ir a exhumar los cuerpos de los soldados muertos en batalla durante la Segunda Guerra Mundial en Albania, para retornarlos a su patria y darles cristiana sepultura. Como si Dante y Kafka escribieran un cuento juntos, acompañamos al muy elegante general envuelto en la lluvia y la nieve de las tenebrosas montañas albanesas, arrancando del barro los esqueletos de los italianos muertos en batalla, identificables por una medalla de la virgen María.

La muerte y la realidad se confunden en la mente del general, quien imagina las formaciones de batalla que él utilizaría con las compañías de soldados que ahora tenía disponibles en sacos para cadáveres; y encuentra con frecuencia diarios y testimonios de los locales sobre la guerra.

En uno de los pasajes, se recrea el ambiente en una aldea albanesa de las montañas donde los soldados fascistas italianos desplegados durante la segunda gran guerra europea tenían que vigilar un puente para evitar sabotajes. Nosotros los costarricenses no lo entendemos, pero me cuentan quienes han vivido el oficio de soldado, que la guerra es muy aburrida. Casi todo el tiempo consiste en estar echado esperando órdenes. Entonces un día, un turco instaló al lado del puente una tabla con una carpa y escribió “café-limonada”, pero sólo vendía alcohol. Los soldados italianos, ahítos de hambre, frío y aburrimiento al estar destacados en una roca lluviosa vigilando las vigas de un puente, se refugiaron en el local del turco, donde entablaron amistad con los reservados campesinos locales, quienes les ofrecieron jugosos huevos frescos de gallina a cambio de unas cuantas municiones para sus escopetas, según ellos, “para cazar conejos”, a razón de una bala por cada huevo.

Hitler y Mussolini perdieron la guerra, el puente fue despedazado por los rebeldes, y los fuertes y bravos soldados italianos fueron aniquilados por los bestiales guerrilleros comunistas albaneses, precisamente con las mismas balas que habían intercambiado por comida al calor de unos tragos.

Este pasaje de Kadaré me viene a la mente cuando observo el comportamiento de los policías costarricenses, por ejemplo en casos recientes como el de unos agentes del OIJ que se robaron “dos paquetes de tres atunes cada uno, dos pastas dentales, seis rasuradoras desechables, un reloj, una colonia y botellas de licor” de un local narco bajo su custodia; no se solucionan con darle un rifle más grande a cada oficial, porque son problemas de ética y liderazgo.

Escándalos como el de los policías -exonerados, por cierto - que atropellaron dos veces a un perrito en Purral, no se reducen colocando gorilas con garrotes en vehículos blindados donde habitan los pobres, se solucionan con más capacitación y rendición de cuentas. Actualmente, los policías de Costa Rica elaboran sus reportes oficiales con carácter vinculante de legalidad, en cuadernos con lapicero.

Crímenes descarados cometidos a la luz del día, como el de siete policías municipales de Heredia que agarraron a golpes a un menor de edad en la vía pública, hubiese quedado impunes si el video no se hubiese vuelto viral en redes sociales por la violencia brutal de los oficiales. El policía de Alajuelita no va a solucionar ningún problema si le dan una escopeta más grande, porque la policía costarricense está pésimamente pagada, paupérrimamente capacitada, y con acceso primitivo a tecnología. Esos son los ingredientes para un caldo de corrupción.

Lo que los apologistas de las armas y las mega-cárceles ignoran, es que no están librando una guerra contra las drogas y el crimen organizado, están peleando contra la lógica del capitalismo. Siempre habrá demanda de bienes ilícitos y criminales que buscan enriquecerse, y este complejo problema se ha salido de las manos por el inmenso poder económico que han alcanzado los grupos criminales, que garantizan el monopolio de su producto invirtiendo en armamento pesado y dinero para corrupción.

Aquellos policías y políticos que acaparan dineros o bienes fruto de la corrupción, son como los soldados fascistas del relato, que fueron aniquilados sin orgullo con las balas que ellos mismos intercambiaron por miserias y chucherías. Quienes abogan por más armas y cárceles para solucionar los problemas de seguridad, siempre ignoran que dichas cárceles y dichas armas podrían ser utilizadas en contra de ellos mismos.

En estas épocas de aguinaldo, cuando los tambores de guerra electoral oscurecen el horizonte, sugiero escuchar a aquellos que proponen ideas nuevas ante problemas complejos. Hay propuestas que integran Inteligencia Artificial en prevención de seguridad ciudadana, penas acumulativas en crímenes menores, financiamiento a programas sociales para habitantes de calle, y consumidores de drogas, programas de desarrollo específicos acordes a las características de las áreas afectadas por la pobreza y violencia.

Cierta vez dijo Kadaré en una entrevista:

No hay buena literatura que pueda provenir de la felicidad y del buen humor. Es el dolor, el sufrimiento y hasta el drama el que nos inspira y nos atrae. No por regodearse en el mal ni en el llanto, sino por superarlo gracias a la palabra compartida. Se produce no diría una sublimación del mal, sino una superación… La literatura tiene más de la muerte que de la vida.”

Quizá gracias a la paz y el buen humor que disfrutamos los costarricenses, la cosecha literaria de novelas de nuestra patria es tan raquítica. En mi irrelevante opinión, los mejores escritores de novelas de nuestra patria serían Joaquín Gutiérrez, José León Sánchez, Fernando Contreras, Rodolfo Arias Formoso o Carlos Cortés. Casualmente, todos ellos escriben sobre un escenario de Costa Rica donde impera la tristeza y la desolación, ya sea un enclave bananero en huelga, el infierno de la isla de San Lucas, el mar de basura y seres humanos de desecho de Río Azul, o la insoportable cotidianidad asfixiante de las clases medias y bajas urbanas.

Entre las mujeres, el fenómeno se repite. Tanto las maestras póstumas como Yolanda Oreamuno, Carmen Lira o Tatiana Lobo; como las que todavía luchan en el campo de las letras, como doña Ana Cristina Rossi, todas ellas escriben sobre un escenario de desigualdad donde las mujeres, los niños, la cultura y la naturaleza están constantemente amenazados.

Tal vez en estos nuevos tiempos, donde la paz y la democracia que nos tenían adormecidos parecen amenazadas, Costa Rica vea un joven resurgir literario y artístico. Sería un amargo premio para una culpa compartida.

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