El reciente artículo de la jueza Rosaura Chinchilla Calderón, publicado en La Nación bajo el título El burnout judicial: una amenaza silenciosa al Estado de derecho, puso sobre la mesa un tema que trasciende los límites de la judicatura: el colapso emocional de un sistema que, de tanto cargar con la conflictividad del país, empieza a fracturarse por dentro.

Según el Informe CII-010-2022 del propio Poder Judicial, un 63% de su personal fue incapacitado por trastornos mentales en el primer semestre de 2022. No se trata de una cifra simbólica, sino de un síntoma de agotamiento estructural. Chinchilla advierte que el “síndrome del quemado” —el desgaste acumulado por sobrecarga, trauma y desmotivación— amenaza la calidad misma de la justicia y, con ella, la estabilidad democrática. “Sin personas sanas que sostengan el sistema judicial, no hay Estado de derecho”, resume. Lleva razón.

El espejo de la desconfianza

La tesis de Chinchilla encontró una reacción pronta en Federico Quesada Marín, quien la calificó de “visión incompleta” y cuestionó la narrativa de victimización. Se puede compartir o no su extensa crítica (de hecho, yo discrepo sobre todo con el tono) pero ciertamente apunta a un punto ciego que no puede ignorarse: muchos costarricenses asocian al Poder Judicial con privilegios, rigidez y autocomplacencia.

En su exposición Quesada recuerda que buena parte del funcionariado judicial mantiene actividades docentes adicionales —con remuneración paralela— y goza de beneficios como incapacidades con salario completo. Desde esa óptica, hablar de burnout institucional sin reconocer tales asimetrías equivale, según él, a ignorar algunas de las causas internas del deterioro. “No es un descuido del Estado —dice—, sino el resultado de una administración ineficiente y económicamente insostenible”.

Más allá de los tonos, el contrapunto entre ambos revela una herida profunda: el quiebre de confianza entre la ciudadanía y su sistema de justicia. Un país que no confía en sus jueces difícilmente empatizará con su agotamiento; y un Poder Judicial que se siente permanentemente atacado difícilmente escuchará la crítica sin defensiva.

Una institución al borde del colapso emocional

El problema, sin embargo, no se reduce a percepciones. La reciente muerte del juez penal Sergio Quesada Carranza encendió todas las alarmas. Colegas, asociaciones judiciales y sindicatos han descrito un ambiente de abandono institucional: cargas imposibles, salarios congelados, rigidez disciplinaria y ausencia de políticas preventivas de salud emocional.

Un expediente no es una maquila”, reclamó la presidenta de la Asociación Costarricense de la Judicatura (Acojud), Adriana Orocú. Su denuncia apunta al núcleo del malestar: la Corte se escuda en números, indicadores y protocolos, pero sigue sin abordar el desgaste humano de quienes cargan con las historias más duras del país.

En paralelo, desde el OIJ llegan testimonios que confirman nuevos frentes avivando la crisis, cortesía de la crisis de seguridad que sobrelleva el país. Los agentes describen escenas cada vez más violentas y traumáticas: balaceras, amenazas, compañeros asesinados. Según Cristian Mora Víquez, jefe del área psicológica del organismo, el estrés agudo y la depresión son ya las principales causas de incapacidad. “Los delitos son más sangrientos y las mentes están al límite”, resumió semanas atrás a Revista Dominical.

Entre el desprestigio y el silencio

Mientras tanto, la Corte Plena navega en su propia contradicción. Por un lado, reconoce el riesgo psicosocial de su personal; por otro, mantiene estructuras jerárquicas que perpetúan la sobrecarga y el temor disciplinario. En su sesión del 29 de setiembre, varias magistraturas lamentaron las recientes pérdidas, pero también admitieron que las medidas adoptadas hasta ahora han sido insuficientes o meramente reactivas.

El desgaste interno coincide con un descrédito externo sin precedentes precisamente en un momento en que el Poder Judicial se encuentra bajo constante ataque. Encuestas y debates públicos colocan al Poder Judicial entre las instituciones peor valoradas del país, junto con la Asamblea Legislativa. La combinación de fatiga institucional y desconfianza ciudadana es letal: una justicia cansada y desprestigiada no puede sostener su propia legitimidad.

Reconocer sin justificar

Hablar de salud mental en el Poder Judicial no implica eximirlo de responsabilidades ni negar sus excesos. Implica reconocer que un sistema enfermo no puede impartir justicia sana.

El punto medio existe: se puede cuestionar privilegios e ineficiencia, y a la vez exigir que quienes sostienen la justicia trabajen en condiciones humanas. El problema no es elegir entre empatía o exigencia, sino construir un equilibrio donde ambas convivan.

El sindicato ANEJUD acaba de presentar un proyecto integral de salud mental judicial que busca precisamente eso: pasar de la asistencia reactiva al abordaje estructural. Su objetivo es simple pero ambicioso: articular atención psicológica, teleasistencia, capacitación y prevención como política permanente, no como parche coyuntural. Si la Corte lo toma en serio, podría ser un punto de inflexión.

Sanar la justicia para recuperar la confianza

Costa Rica vive un doble agotamiento: el emocional, dentro del Poder Judicial, y el moral, fuera de él. Uno alimenta al otro. Cada juez que se siente desbordado ve crecer el desprecio ciudadano; cada ciudadano que se siente desprotegido ve en los jueces un enemigo más del sistema.

Romper ese círculo exige una conversación honesta. Reconocer privilegios sin caer en linchamientos. Reconocer agotamiento sin victimismos. Recordar que detrás de cada expediente hay personas que sufren —en la sociedad y en los tribunales—, y que la salud de la justicia depende tanto de su eficiencia como de su humanidad.

Un Poder Judicial agotado no puede ofrecer justicia; pero un país sin confianza en su justicia tampoco puede ofrecer salud mental. Recuperar una implica, inevitablemente, sanar la otra.