La salud mental ha sido tratada durante décadas como un tema secundario, casi decorativo en las políticas públicas. Se construyen hospitales, se habla de productividad y crecimiento, pero pocas veces se discute lo que sostiene todo lo demás: el bienestar emocional. Hoy, cuando las cifras de depresión, ansiedad y suicidio alcanzan niveles alarmantes, ya no basta con sensibilizar: debemos reconocer que cuidar la mente es un derecho humano, no un privilegio.
La Organización Mundial de la Salud lo dice con claridad: no hay salud sin salud mental.
En 2023, Costa Rica dio un paso importante al promulgar la Ley Nacional de Salud Mental (Ley 10.412), que consagra este principio y busca fortalecer el acceso a servicios integrales y comunitarios. Sin embargo, la distancia entre el papel y la realidad sigue siendo enorme.
Las leyes pueden declarar derechos, pero si las personas deben esperar meses por una cita, o pagar miles de colones por atención privada, ese derecho se vuelve un espejismo.
El país atraviesa una crisis silenciosa. Solo en 2024, la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) atendió 12.948 intentos de suicidio, y 397 personas perdieron la vida, el 80% hombres.
Detrás de cada número hay historias truncas, de jóvenes, madres, trabajadores y adultos mayores que no encontraron acompañamiento a tiempo. Las enfermedades mentales dejaron de ser una excepción: hoy son parte de nuestra vida cotidiana, y su impacto se siente en la educación, el empleo, las familias y la convivencia social.
Se sigue repitiendo que “hay que ser fuerte”, que “solo es cuestión de actitud”, como si los trastornos mentales fueran fallas de carácter y no condiciones de salud. Ese discurso, heredado de generaciones que no aprendieron a hablar de emociones, empuja a miles de personas al aislamiento.
Buscar ayuda no debería ser un acto de valentía, sino una respuesta natural ante el sufrimiento. Pero vivimos en una sociedad que mide la fortaleza por la capacidad de callar.
A esto se suma un sistema público saturado, con pocos profesionales, burocracia excesiva y una falta crónica de presupuesto. Así, el acceso termina condicionado por el poder adquisitivo o la suerte. Y mientras tanto, el derecho a la salud mental se convierte, en la práctica, en un privilegio.
Reconocer la salud mental como un derecho implica exigirle al Estado políticas integrales, inversión sostenida y prevención real.
No basta con campañas esporádicas o conmemoraciones anuales. Hace falta acción concreta: atención temprana en escuelas, acompañamiento psicológico en los centros laborales, programas comunitarios que lleguen a las poblaciones más vulnerables: personas en pobreza, población LGBTIQ+, personas privadas de libertad o en condición de calle.
Costa Rica cuenta con una estructura institucional: la Secretaría Técnica de Salud Mental, el Consejo Nacional de Salud Mental y la Ley 9213, que destina fondos específicos del Estado para programas preventivos. Pero las estructuras no bastan si no hay voluntad política ni asignación presupuestaria suficiente.
Enseñar a los niños y adolescentes a identificar emociones, pedir ayuda y acompañar sin juzgar es tan importante como enseñar matemáticas.
Una ciudadanía emocionalmente sana es una ciudadanía más empática, solidaria y pacífica.
El sistema educativo debería promover alfabetización emocional, masculinidades saludables y espacios seguros de diálogo, porque el cambio cultural no se impone desde arriba: se construye desde la empatía cotidiana.
Cuidar la salud mental no es caridad: es justicia social. Significa garantizar que nadie tenga que elegir entre pagar una consulta o seguir sufriendo en silencio. Significa aceptar que el bienestar emocional no depende del privilegio, sino de la dignidad.
Hablar, pedir ayuda, mostrarse vulnerable, no nos hace menos. Romper ese silencio también es un acto político: es rebelarse contra una cultura que confunde fortaleza con insensibilidad.
Costa Rica ha sido ejemplo en derechos humanos, sostenibilidad ambiental y acceso a la educación. Ha llegado la hora de que también lo sea en salud mental. Porque un país que ignora el sufrimiento emocional de su gente está renunciando a su humanidad.
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