Cuando pienso en cómo aprendí en mi época escolar, noto claramente que la diferencia con lo que se vive hoy es abismal. Yo aprendí caminando kilómetros hasta la escuela cuando no había plata para el bus. Aprendí subiendo árboles, jugando rayuela y kit bol bajo el sol, respirando aire, y corriendo por lo potreros con los pies descalzos y los sentidos despiertos. Aprendí cuando tenía que esperar el turno para llevar un libro de la biblioteca que no tenía, leyendo novelas que me hacían imaginar otros mundos, y escuchando radionovelas que me enseñaron a ponerle voz a las emociones.

Hoy no hay estudiantes que caminen, casi no corren, ni se asolean. No se les ve jugando en las calles ni trepando árboles. Se les ve, más bien, frente a una pantalla cada vez que pueden. Su sistema nervioso, antes estimulado por el movimiento, la curiosidad y el contacto humano, ahora vive saturado de estímulos digitales y carente de experiencias reales. Y eso, aunque no se diga con frecuencia, tiene consecuencias profundas en su desarrollo cognitivo y emocional.

El más reciente Informe Estado de la Educación (2025) advierte que la crisis educativa del país no solo se mantiene, sino que se ha profundizado. Las evaluaciones nacionales muestran que los estudiantes costarricenses presentan graves deficiencias en comprensión lectora y pensamiento lógico-matemático. Según los datos del Programa Estado de la Nación, el 40 % de los niños de tercer grado no alcanza las competencias mínimas en lectura y cerca de la mitad no logra resolver operaciones básicas con sentido numérico.

Detrás de esos porcentajes hay algo más que un problema académico: hay un deterioro del entorno. Un entorno que no estimula, que no protege y que, en muchos casos, se vuelve amenazante.

La violencia y el acoso escolar se han incrementado de manera alarmante. En la última semana, el país se estremeció por la muerte de un estudiante del Liceo Samuel Sáenz en Heredia, quien, según reportes del OIJ, se habría quitado la vida tras sufrir bullying. Pero más allá de las investigaciones, cada uno de estos casos es un síntoma de un entorno insano: escuelas donde nadie se siente seguro, docentes agotados emocionalmente y comunidades educativas que ya no logran contener.

La neurociencia lo explica con claridad. Las funciones ejecutivas —esa red de habilidades que permiten planificar, concentrarse, controlar impulsos y resolver problemas— dependen directamente del estado emocional. Cuando un menor vive en un entorno donde predomina el miedo, la tensión o el desamparo, el cerebro deja de aprender para empezar a defenderse.

El estrés crónico, la exposición a violencia o la falta de conexión afectiva activan el sistema límbico, bloqueando las áreas del lóbulo prefrontal encargadas del pensamiento analítico y la memoria de trabajo. En palabras simples: el cerebro no puede leer bien, ni razonar bien, ni recordar lo que aprende cuando está ocupado sobreviviendo.

Y esto no afecta solo al estudiante. Los docentes también pueden estar en “modo defensa”: saturados, cansados, emocionalmente colapsados. Y un maestro en ese estado difícilmente puede detectar señales de sufrimiento en sus alumnos o intervenir con sensibilidad. Por eso, más que una crisis de enseñanza, enfrentamos una crisis neurológica y social.

La Ley Nacional de Salud Mental (Ley 10.412), reconoce la salud mental como un derecho humano y obliga a las instituciones públicas —incluido el MEP— a garantizar entornos protectores, seguros y emocionalmente sostenibles. Pero las leyes no cambian los entornos si no se convierten en prácticas reales. El derecho a la educación de calidad no se limita a tener pupitres y programas: implica tener espacios donde los niños puedan sentirse seguros, pertenecer, y confiar. Sin eso, no hay aprendizaje posible.

Durante años hemos intentado resolver la crisis educativa con las mismas herramientas: cambiando programas, capacitando docentes, comprando tecnología. Pero seguimos dejando intacto aquello que sostiene —o debilita— todo lo demás: el entorno humano. El clima emocional, la sensación de seguridad, la relación entre docentes y estudiantes… todo eso que no aparece en los indicadores pero que determina si un niño puede o no aprender.
Ahí radica el punto ciego de nuestra educación: hemos confundido enseñar más con enseñar mejor, cuando lo primero que deberíamos hacer es sanar los entornos donde el aprendizaje ocurre.

Y para lograrlo, hay varios “debemos” impostergables:

  • Debemos repensar los centros educativos como entornos integrales, donde la infraestructura sea importante, sí, pero tanto como la cultura, las relaciones y la seguridad emocional que se respira dentro de cada aula.
  • Debemos priorizar los factores que afectan las funciones ejecutivas —el estrés, la violencia, la inseguridad—, porque cuando estas capacidades se ven comprometidas, aprender deja de ser un proceso natural y se convierte en un acto de supervivencia.
  • Debemos formar a los docentes más allá de la didáctica, ayudándolos a reconocer señales tempranas de agotamiento, ansiedad, acoso o vulnerabilidad en sus estudiantes, pero también en ellos mismos.
  • Y debemos transformar las políticas públicas, pasando de la reacción ante los episodios de violencia a la prevención estructural de entornos sanos, donde bienestar, salud mental y clima escolar positivo sean pilares, no extras.

Cuando vuelvo a mi infancia, recuerdo que no todo era fácil: había carencias, sí, pero también había pertenencia, contacto, libertad y movimiento. El aprendizaje era natural porque el entorno lo permitía. Hoy, desde la niñez se tiene acceso a pantallas, plataformas, inteligencia artificial y materiales didácticos sofisticados, pero viven cada vez más desconectados de lo esencial: el vínculo humano, la calma, el juego, el sol, la seguridad emocional.

Y entonces, frente a los resultados de lectura, de matemáticas y de convivencia, la pregunta vuelve a ser inevitable: ¿Tenemos un problema de enseñanza o tenemos un problema de entorno?

Porque solo cuando el entorno es sano, el cerebro puede aprender. Y cuando el entorno enferma, ni el mejor programa educativo puede salvar la mente de un niño que solo intenta sobrevivir.

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