En Costa Rica, hablar de adolescentes privados de libertad suele reducirse a discursos sobre castigo, disciplina o seguridad ciudadana. Rara vez se discute el tema de fondo: ¿qué estamos haciendo para que estos jóvenes no regresen al delito? A pesar de los avances normativos, el país sigue sin comprender que la educación dentro de los centros penales juveniles es la herramienta más poderosa de prevención terciaria. Es decir, es la clave para evitar la reincidencia.

Para nadie es un secreto que la Costa Rica actual vive un desconcierto en lo que corresponde a seguridad ciudadana, de manera que el aumento en los delitos y la violencia con la cual se cometen es cuestión del diario vivir. Se habla de la necesidad de fortalecer al aparato policial y judicial, a efectos de paliar este fenómeno, pero poco se habla de la necesidad de aumentar las políticas preventivas, en concreto la correspondiente a la prevención terciaria.

La prevención criminológica se clasifica principalmente en tres niveles: primaria (a la población general y la prevención de factores de vulnerabilidad secundaria (a individuos o grupos en situación de riesgo y terciaria (a quienes ya han delinquido para evitar la reincidencia), y es que esta prevención terciaria es en la que fallamos u obviamos, puesto que tratándose de centros de internamiento penales juveniles, el enfoque que se hace de esta es nulo o casi nulo.

Cuando se discute de prevención terciaria se hace desde el plano de la realidad costarricense, a sabiendas que la mayoría de los y las adolescentes que ingresan al sistema penal provienen de contextos marcados por la exclusión temprana: exclusión escolar, pobreza, consumo problemático de sustancias, violencia familiar y “familias disruptivas, a lo que debe de sumarse la escasez de oportunidades.

La intervención educativa durante la privación de libertad es vital, es un derecho humano y por tanto un deber jurídico. En nuestro país, aunque existe coordinación entre el Ministerio de Justicia y Paz y el Ministerio de Educación Pública, los programas siguen siendo limitados en cobertura, tiempos y diversidad. La educación técnica, que podría convertirse en el puente más efectivo hacia la reinserción laboral, a menudo se ofrece con escasez, limitaciones en docentes especializados y/o falta de continuidad y ni que hablar de la infraestructura y arquitectura penitenciaria que es deficiente, limitada y desigual, no existiendo acceso a tecnologías y siendo que los procesos pedagógicos no siempre se adaptan a jóvenes con rezagos educativos severos o necesidades especiales. La falta de una oferta educativa integral reproduce el fenómeno que la privación de libertad debería estar corrigiendo en los y las jóvenes recluidos; la exclusión, puesto que, con una educación débil e irrelevante, terminan cumpliendo una sanción que no repara nada y más bien hace que al egresar de prisión, regresen a los mismos contextos que los expulsaron del sistema escolar y encuentran algo peor de lo que dejaron, más violencia, grupos criminales más fortalecidos y más pobreza. La reincidencia, aunque no se puede medir, es claro que, bajo estas condiciones, es una de las mayores expectativas que enfrentan las personas adolescentes.

La educación como prevención terciaria exige un enfoque más profundo. No basta con impartir clases; es necesario que los procesos educativos en los centros de internamiento para personas menores de edad se estructuren tomando en cuenta aspectos como:

  • Un currículo que responda a las necesidades reales de la población en donde se vea lo relacionado con la posibilidad de culminar en forma efectiva la primaria y secundaria, a la vez que, paralelamente existan materias o cursos que tomen en cuenta habilidades blandas y socioemocionales, en otras palabras, no basta con dar clases, sino ir más allá, pensar en una efectiva inclusión de las y los jóvenes a la sociedad.
  • Tener un enfoque de derechos humanos, tal cual lo exigen los diversos instrumentos internacionales debidamente aprobados por Costa Rica, tales como Las Reglas de La Habana, las Reglas de Beijing y la Convención sobre los Derechos del Niño, las que establecen que la educación en privación de libertad debe ser equivalente a la educación en libertad.
  • Continuidad de la educación una vez que la persona joven egrese de prisión. Este es el punto más débil en nuestro país, pues a pesar de la aprobación de figuras penales como el mentor, lo cierto es que el Estado y el sistema penitenciario dejan en el abandono a estas personas, las que, sin un acompañamiento educativo y laboral al regresar a la comunidad, tiran a la borda el trabajo realizado en el centro de internamiento. La prevención terciaria no termina con la salida de prisión, debe articularse con instituciones locales (públicas o privadas), municipalidades, empresas y el INA.
  • Profesionalización y especialización del docente, en el sentido de que los educadores que trabajan en centros penales no solo enfrentan un entorno emocional, social y pedagógico altamente complejo, sino que además deben de estar preparados para el mismo, de allí que la especializarse, conocer y ser sensible con respecto a la población penal juvenil sean requisitos. Para ello se requiere capacitación continua en justicia juvenil, pedagogía crítica, entre otras. Las y los profesionales preparados para ello son garantía de un buen egreso de las personas jóvenes.
  • Participación de la persona adolescente, lo cual es fundamental para reconocer sus derechos y que se puedan sentir incluidos en los procesos educativos y de inclusión a la sociedad.

Costa Rica debe asumir, con crudeza, que la falta de una educación robusta dentro de sus centros penales juveniles tiene efectos directos en la seguridad pública. La prevención terciaria no es un concepto técnico; es la frontera entre un país que reproduce violencia y uno que la reduce. Si se quiere disminuir la delincuencia juvenil, no hay política más efectiva y menos costosa que fortalecer la educación y si es en el contexto de encierro, es aún mayor la garantía.

Se debe dejar de lado el paradigma del castigo por el castigo mismo, para apostar por una educación como base de la prevención terciaria. Si se quiere un país más seguro y justo, el camino no es endurecer sanciones, sino apostar por la educación como eje de transformación y de inclusión. La persona adolescente que logra terminar la escuela, adquirir una técnica o desarrollar un proyecto de vida es una historia de violencia que no se repite y los esfuerzos desde el sistema penitenciario no son suficientes, sino hay un verdadero compromiso en el acompañamiento de estas personas cuando salen de prisión.

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