He decidido escribir estas palabras con respeto hacia la persona lectora y con la urgencia que acompaña a quien lleva ocho años esperando justicia.

En el año 2017 viví, dentro del Poder Judicial, una situación que jamás imaginé posible. En cuestión de semanas —y sin haberlo solicitado— recibí una llamada informándome que estaba “jubilada permanentemente” a mis 33 años. Un simple traslado administrativo que yo pedí por razones de salud terminó convertido, de la noche a la mañana, en una decisión que me dejaba fuera de mi trabajo, sin aviso previo, sin procedimiento adecuado y sin la posibilidad de defender mi derecho al trabajo y a la salud.

Esa llamada marcó mi vida. Aún hoy resuena en mi memoria: “ya está jubilada”. Nada más. Sin explicación, sin audiencia, sin claridad. Solo una notificación telefónica que me cambió la existencia y me obligó a iniciar una lucha legal que se extendió por dos años en vía contenciosa-administrativa y ocho años en vía penal.

El origen del conflicto

Vivo desde los 16 años con Síndrome de Sjögren, una condición que nunca ha impedido que trabaje. De hecho, fui contratada y declarada idónea en varios concursos rigurosos donde se evaluó mi salud. Sin embargo, las condiciones ambientales de la oficina donde estaba destacada afectaron mis ojos y mi médico recomendó un traslado a un espacio sin aire acondicionado ni ventiladores.

Solicité el traslado en 2016. Ese fue el único trámite que inicié. Nunca pedí una jubilación. Un Tribunal Contencioso Administrativo lo confirmó años después: yo tenía razón.

Aun así, en junio del 2017, y sin que yo hubiera tenido acceso a los dictámenes médicos, se resolvió que estaba incapacitada de forma permanente por una supuesta pérdida del 67% de mi capacidad general orgánica. Solo después de insistir y advertir que levantaría un acta notarial por la negativa a entregarme dichos documentos, logré obtenerlos. Ahí descubrí que se me atribuía un diagnóstico que no poseo.

En 2019, el Tribunal Contencioso Administrativo resolvió a mi favor, ordenó mi reinstalación, condenó a la institución y dejó plasmadas —de manera firme y vinculante— las irregularidades del procedimiento. Esa sentencia es pública, está vigente y constituye el referente central de este caso.

Ocho años de espera en sede penal

La vía laboral se resolvió. Pero la vía penal, por el presunto delito de falsedad ideológica en expediente 17-000034-0033-PE, continúa abierta.

El juicio oral y público estaba programado para la semana del 17 al 21 de noviembre de 2025. Lo esperé con la esperanza de cerrar, por fin, un capítulo doloroso que afectó mi vida, mi salud, mi entorno y mi confianza en la institucionalidad.

Sin embargo, días antes de la fecha señalada, la defensa de las personas imputadas —la Dra. Rodríguez Calvo, el Dr. Paguaga López y la Dra. Vargas Solano— solicitó la suspensión del debate por motivos médicos de una de ellas. El Tribunal acogió la petición y el juicio no se celebró.

Sé que todas las personas tenemos derecho a una adecuada atención de salud. También sé que la ley permite suspender un juicio cuando existe una imposibilidad real de comparecencia. Pero también soy consciente de que las víctimas tenemos derecho a una justicia pronta y cumplida, y que esperar ocho años desgasta la vida de cualquiera.
El impacto humano

Durante este tiempo he pasado por noches sin dormir, episodios de ansiedad, terapias, medicamentos y una sensación constante de incertidumbre. Ser víctima implica convivir con un daño que no se detiene mientras el proceso judicial no avanza. Quienes han pasado por situaciones similares entenderán lo que significa llevar tantos años sin una fecha firme, sin un cierre y sin una respuesta clara.

Por eso escribo. Porque no puedo —ni debo— esperar otros ocho años.

Un llamado respetuoso

El Poder Judicial está compuesto por personas honorables, profesionales y comprometidas que, día a día, sostienen esta institución. Lo sé porque he trabajado allí y porque creo profundamente en el servicio público. Precisamente por eso, la institución debe garantizar que los procesos en los que participan personas funcionarias —como imputados o como víctimas— se tramiten con la celeridad y rigurosidad que corresponden.

Levanto la voz por mí y por quienes están viviendo procesos similares y saben lo que implica la inercia judicial. No busco revancha ni escándalo: busco que un Tribunal Penal conozca los hechos y resuelva conforme a derecho.

La sentencia del Tribunal Contencioso Administrativo ya estableció las irregularidades del procedimiento que me afectó. Eso es firme. Lo que falta ahora es que el proceso penal llegue, finalmente, a su debate, y que la justicia avance con la misma fuerza con la que se exige a las personas usuarias y a las víctimas.

¡Basta ya!

Ocho años es demasiado tiempo. Por eso digo, con respeto y firmeza: ¡Basta ya! Vamos a juicio. Las víctimas no podemos esperar más.

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