El derecho al trabajo constituye uno de los pilares fundamentales de la dignidad humana y del desarrollo social. El trabajo no es solo una actividad económica; es una expresión profunda de la persona, su capacidad de transformar el mundo y contribuir al bien común. Exploremos el derecho al trabajo desde una perspectiva constitucional y en la rica tradición de la Doctrina Social de la Iglesia. Reafirmemos el valor del trabajo como medio de realización personal, sustento familiar y motor de justicia social.

El artículo 56 de nuestra Constitución reconoce el trabajo como derecho y deber social, garantizando la libertad de elección y condiciones dignas. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 23.1, señala:

Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo.”

Para comprender el sentido profundo del trabajo, es útil acudir a la visión de la doctrina social de la Iglesia, fuente de derecho laboral según el artículo 74 constitucional. En el contexto de la Revolución Industrial, la encíclica Rerum Novarum (1891) definió el trabajo como: “Ocuparse en hacer algo con el objeto de adquirir las cosas necesarias para los usos diversos de la vida y, sobre todo, para la propia conservación.” Por su parte, Laborem Exercens, (1981), amplía esta definición:

Trabajo significa todo tipo de acción realizada por el hombre independientemente de sus características o circunstancias; significa toda actividad humana que se puede o se debe reconocer como trabajo entre las múltiples actividades de las que el hombre es capaz y a las que está predispuesto por la naturaleza misma en virtud de su humanidad.”

Esta encíclica distingue dos dimensiones del trabajo; una objetiva: el trabajo como aplicación de la actividad humana a un objeto determinado, ya sea físico, intelectual o moral. Y otra subjetiva: el trabajo como expresión de la dignidad humana, medio ordinario dado por Dios para procurarse lo necesario para la vida, entendida en sentido amplio: alimento, desarrollo intelectual, moral y físico.

El trabajo no es solo un deber personal, como lo establece la Constitución, sino también un derecho natural. A través del trabajo, las personas transforman los bienes naturales, se realizan como individuos, sostienen a sus familias y contribuyen al bienestar de la Nación.

Este derecho debe estar abierto a todos. El Papa Pío XII, en plena segunda guerra mundial (1941) subrayaba:

Este deber y su correspondiente derecho al trabajo lo impone y lo concede al individuo en primera instancia la naturaleza y no la sociedad, como si el hombre no fuese otra cosa que simple siervo o funcionario de la comunidad.”

El principal motivo para trabajar es adquirir legítimamente lo necesario para la vida. Privar a una persona de este derecho es perjudicarla profundamente. Por ello, el artículo 56 constitucional obliga al Estado a procurar ocupación honesta y útil, y a impedir que el trabajo sea degradado a una simple mercancía. La encíclica Quadragesimo Anno (1931) lo afirma con claridad:

El trabajo no es una vil mercancía, sino que es necesario reconocer la dignidad humana del trabajador.”

Históricamente, ciertas corrientes liberales han tendido a concebir el trabajo como una fuerza productiva más, equiparable a la maquinaria, y al trabajador como un recurso costoso y exigente. Esta perspectiva, sin embargo, resulta reductiva y deshumanizante, pues ignora la dimensión personal, social y espiritual del trabajo. La Doctrina Social de la Iglesia, entiende el trabajo como la participación del ser humano en la obra de la creación, mediante el esfuerzo intelectual y manual que transforma los recursos naturales en bienes útiles para la vida. Reconociendo que el trabajo no solo genera riqueza, sino que también forma al individuo, fortalece su carácter y le permite contribuir al bien común.

Finalmente, Laborem Exercens (1981) advierte que el fundamento de toda legislación laboral debe ser el reconocimiento del carácter humano del trabajo. El ordenamiento jurídico, por tanto, debe mantener constante revisión y adaptación frente a los cambios sociales, económicos y tecnológicos que afectan el mundo del trabajo. Esta vigilancia activa permite prevenir abusos, corregir desigualdades y promover el desarrollo integral de quienes trabajan.

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