El expresidente Rodríguez nos ha ofrecido, con su reconocida elocuencia y conocimiento histórico, una visión panorámica sobre los desafíos estructurales del sistema previsional costarricense. Su diagnóstico es certero en varios puntos: la transformación demográfica, el deterioro institucional, la fragmentación política y la urgencia de una reforma profunda que garantice sostenibilidad y equidad en la vejez.
Sin embargo, en medio de ese lúcido recorrido, hay una omisión esencial que debe ser puesta sobre la mesa con igual franqueza: no basta con preservar el actual Régimen Obligatorio de Pensiones (ROP) ni con blindarlo frente a las propuestas legislativas que buscan devolver a los trabajadores su derecho a decidir sobre sus ahorros. El verdadero problema no está únicamente en el riesgo de “repartirse los fondos”, como él advierte, sino en el secuestro técnico y financiero al que ha estado sometido ese fondo por parte de operadores privados, que lo gestionan con lógica de rentabilidad bursátil, sin control ciudadano ni vocación de desarrollo nacional.
Resulta igualmente tendencioso el modo en que se presenta la situación del ROP. Se nos dice, con dramatismo calculado, que hay propuestas “para apoderarse de los fondos” y que eso equivaldría a una “estocada mortal”. Pero lo que no se dice —y lo que debería generar una alarma democrática aún más urgente— es que el ROP ha sido durante años objeto de una gestión financiera altamente concentrada, opaca, con rendimientos decrecientes y una escasa o nula participación de la ciudadanía en su gobernanza.
El control del ROP recae, en su mayor parte, en manos de las llamadas Operadoras de Pensiones, entidades privadas —aunque algunas se presenten con rostro público o paraestatal— que administran decenas de miles de millones de colones del ahorro forzoso de los trabajadores sin mecanismos efectivos de fiscalización democrática. Su operación responde a lógicas de mercado, no de justicia social; su misión real, más allá del discurso, es maximizar retornos financieros incluso a costa de una altísima exposición a los vaivenes del mercado internacional.
Buena parte de estos recursos son colocados en fondos de inversión globales, muchos de ellos gestionados por gigantes financieros como BlackRock, un titán de Wall Street que administra más de 10 billones de dólares en activos y que ha sido objeto de serios cuestionamientos por su rol en prácticas especulativas, su participación en industrias contaminantes, sus apuestas en deuda soberana riesgosa y su influencia desproporcionada sobre gobiernos y economías emergentes.
¿Es razonable que el ahorro de los trabajadores costarricenses —su derecho diferido a una vejez digna— esté supeditado a los ciclos bursátiles de Nueva York o a las decisiones de juntas directivas donde no tienen ni voz ni voto?
Lo cierto es que el ROP, lejos de funcionar como un fondo solidario y estable, ha operado como un brazo subsidiario del capital financiero internacional. Sus recursos fluctúan con los mercados, se invierten en instrumentos complejos, y se comportan como activos especulativos más que como una reserva nacional de previsión. Lo más grave: las operadoras, aun cuando los rendimientos han sido negativos en varios tramos, cobran comisiones fijas que blindan su rentabilidad mientras los trabajadores asumen el riesgo. Se transfiere así la incertidumbre financiera desde los grandes jugadores hacia los asalariados que no tienen defensa.
Ante este panorama, el expresidente Rodríguez apela al tecnocratismo como única vía posible: nos dice que “los entes técnicos especializados deben liderar” la reforma, como si la democracia pudiera reducirse a un laboratorio de cálculos actuariales. Esa afirmación, lejos de ser neutral, encierra una peligrosa negación del disenso político, de la deliberación ciudadana y de la función legislativa misma. La sostenibilidad financiera es, sin duda, un criterio fundamental, pero no puede sustituir la legitimidad democrática en la toma de decisiones que afectarán el derecho a una pensión digna de millones de costarricenses. Convertir este debate en una cuestión exclusiva de “expertos” es una forma elegante de blindar privilegios, de neutralizar el control público y de excluir a los más vulnerables del diseño del futuro que les pertenece.
Pero el asunto es aún más grave: ese tecnocratismo no ha sido una casualidad técnica, sino un mecanismo deliberado para silenciar, desde el origen, a los verdaderos dueños del fondo. Los trabajadores han sido sistemáticamente marginados del debate y de las estructuras de poder que determinan el destino de sus propios ahorros. Se les impone cotizar, se les priva de elegir libremente, se les priva de gobernanza, y luego se les dice que no tienen autoridad para opinar. El poder financiero se enmascara así bajo la apariencia de “racionalidad técnica” para evitar lo que más teme: la intervención democrática.
Ese ha sido el verdadero y sostenido mecanismo de exclusión política en torno al ROP: la imposición de un lenguaje técnico inaccesible, la ausencia de canales participativos, la opacidad informativa, la concentración en manos privadas y la construcción de un andamiaje institucional que convierte a los trabajadores en meros espectadores del destino de su propio ahorro. No se les consulta, no se les rinde cuentas, no se les reconoce soberanía financiera alguna. Se ha fabricado, con eficacia quirúrgica, un sistema cerrado, autorreferencial y profundamente antidemocrático.
Por todo ello, el país no necesita más blindaje técnico ni más reformas dictadas desde oficinas de Excel. Lo que necesita es una revolución democrática de su sistema previsional. Y eso implica una transformación profunda del ROP: no su eliminación, sino su reconstrucción como un fondo público, social y nacional, administrado por los propios trabajadores a través de una Operadora Nacional de Pensiones, con un modelo de gestión transparente, profesional, descentralizado y con representación social real.
Frente a este panorama, no se trata de destruir el ROP, sino de devolverlo a su sentido original: ser una herramienta de bienestar colectivo y no un apéndice del capital financiero global. Si los recursos acumulados —que no son propiedad de las operadoras, sino de los trabajadores— se gestionaran mediante una entidad pública con verdadero control democrático, podrían convertirse en uno de los pilares más poderosos de transformación económica del país.
Hablamos de canalizar decenas de miles de millones de colones hacia la inversión productiva nacional, hacia los sectores estratégicos de la economía real: la agricultura tecnificada, las cooperativas, las pequeñas y medianas empresas, la industria nacional, la transición energética, el fortalecimiento del sistema de salud, la investigación científica y el desarrollo de infraestructura sostenible y resiliente. En lugar de alimentar la especulación bursátil en Wall Street, esos recursos podrían financiar proyectos que generen empleo, reactiven la economía y aumenten la calidad de vida de quienes los producen con su trabajo.
Un fondo de pensiones en manos de los propios cotizantes no es una utopía: es una aspiración profundamente democrática. Significa romper con la lógica de la rentabilidad financiera como único criterio rector y sustituirla por el principio de rentabilidad social, donde el crecimiento económico esté vinculado al bienestar común y no al enriquecimiento de intermediarios. Significa, también, asumir que el ahorro forzoso de una nación no puede estar desligado de su estrategia de desarrollo, y que la previsión para la vejez no puede sostenerse sobre la incertidumbre especulativa ni sobre estructuras ajenas al interés nacional.
En manos de los trabajadores, bajo una administración transparente, profesional y con participación ciudadana, el ROP podría dejar de ser un fondo secuestrado para convertirse en una palanca de soberanía económica y justicia intergeneracional. Lejos de una estocada mortal, esta propuesta representa una oportunidad histórica: la de reconciliar el ahorro con la producción, la previsión con la equidad, y la seguridad social con el desarrollo nacional.
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