En el primer año de la pandemia, escribí un relato, publicado en este mismo medio, al que titulé “La virilidad de las presidentas”. Conté en ese entonces cómo el término viril, del latín virilis, que significa "masculino" o "de hombre", en el año mil de nuestra era, Thietmar de Merseburg, un monje sajón (alemán), describió a su reina en términos de reina viril. Era viril por su fuerza mental, pureza de alma, cumplimiento del deber y su carácter a la hora de lidiar con crisis y conflicto. Nada tenía que ver con un falo.
En ese artículo apliqué el término a las mujeres líderes de sus países por cómo estaban lidiando con la pandemia. Fue un experimento natural ver, en tiempo real, cómo el liderazgo de algunas, resolutas, elocuentes, apoyadas en datos científicos, hacía que los números de mortalidad y tasas de contagio fueran bajos. El resultado mostraba que el liderazgo político de estas mujeres diera como resultado pocas muertes y sociedades más resilientes ante la larga pandemia. Hoy quiero escribir sobre la cara opuesta a esa: la virilidad del presidente actual.
Llevamos tres años de demostraciones físicas y verbales de lo que en Costa Rica se podría entender por viril: un hombre firme y decidido, con los pantalones puestos (¡y no abajo! signo, diría Sancho, ¡de que nos han humillado!). La decisión, la firmeza, el temple de carácter son signos que uno quisiera en los líderes, o por lo menos así nos lo han hecho pensar. Que en las decisiones no se puede vacilar, no se puede aflojar, ni ser indeciso, tímido o retraído.
Quizás volver a ver a otros líderes en el tiempo y en la geografía nos ayude a ver el liderazgo de manera diferente a la que nos presenta el presidente actual. Y es que es importante porque el presidente —o un presidente— amplifica en la sociedad sus creencias, sus atributos y sus acciones, y hace que esa sociedad florezca o, por el contrario, se marchite. Después de todo, es el guía político, el que preside esa sociedad, o -—a que estamos con plantas— es el jardinero cuya mano y palabra hacen que pasemos de un palo raquítico a un árbol robusto.
Abraham Lincoln fue presidente de los Estados Unidos en un momento crítico de la historia de su país. Era conocido por su tendencia a la duda, su lucha contra la depresión y su carácter introvertido. Dicen que era tímido, melancólico, pero profundamente reflexivo. Mahatma Gandhi era físicamente frágil, extremadamente tímido de joven (llegó a tener miedo de hablar en público) y basó su liderazgo en la no violencia, la resistencia pasiva y una profunda espiritualidad. Angela Merkel, introvertida, cautelosa, “cerebral”, científica de formación (doctora en química cuántica), no buscaba protagonismo ni imponía su autoridad mediante fuerza o agresividad. Tuvo un estilo pragmático, analítico y silenciosamente firme. A menudo se referían a ella como la “líder del mundo libre”, precisamente por su capacidad de generar confianza a través de la moderación, constancia y escucha. Su clave, diría yo, fue el consenso, material de lo que se hace y se le da forma a la democracia.
Mi cuarto y último ejemplo es el de Jacinda Ardern, primera ministra neozelandesa, que se convirtió en un símbolo de liderazgo alternativo: una nueva generación de líder, empática, colaborativa, emocionalmente inteligente. Sin esconder sus emociones, mostraba firmeza y capacidad, especialmente durante la pandemia.
El presidente actual muestra una actitud física de imposición y un discurso vulgar, propio de alguien a quien no le pusieron límites en casa. Ambos combinados dan lo que vemos a diario: la personalidad de un buscapleitos que se valentona con un NO y echa su cuerpo, su cara y sus brazos hacia adelante. Su posición física y su tono de voz me recuerdan lo que dice Adam Przeworski, politólogo: “Ama la incertidumbre y serás demócrata.” ¿Qué quiere decir eso? Que, si tiene usted una pizca de democracia en las venas, sabrá que los resultados no siempre son los esperados, porque necesitamos negociar, buscar el consenso para que entre todos jalemos la carreta hacia una misma dirección.
El presidente actual, en su exclamada virilidad, no construye instituciones, no genera acuerdos, no lidera: impone. Y con cada golpe en la mesa, no debilita a su adversario, sino a la democracia misma. El presidente actual juega con las emociones, no deja espacio para la duda, la negociación ni el disenso inteligente; es una fuerza bruta incapaz de sensatez, respeto o mando. Porque, al final, por la fuerza no hemos logrado nada en este país, ni lo haremos. La patria no se levanta a empujones; la fuerza solo arrasa. Es la palabra sensata la que siembra raíces, la que puede hacer de este país uno mejor.
Y como mencioné a Gandhi, termino con una frase, que aunque es erróneamente atribuida a él resulta muy oportuna: Sé el cambio que deseas ver en el mundo. No seamos como el presidente actual; seamos, cada uno, empáticos, colaborativos, emocionalmente inteligentes, dándonos cuenta de que, si hemos llegado hasta aquí, es porque la carreta la hemos jalado entre todos: todos los poderes del Estado, todos los miembros de esta sociedad, en consenso. Y que no hemos necesitado de líderes imponentes para llegar hasta aquí, ni los necesitaremos nunca para seguir adelante.
Elegimos la razón antes que la fuerza, el consenso antes que el grito.
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