“Bikini completo”, dice el anuncio. “Resultados desde la primera sesión”... Y me acordé de aquel ensayo que escribí para un curso de teoría política, impartido por una profesora que había sido nada menos que asistente de Hannah Arendt en la Universidad de Chicago, realeza académica. La cuestión es que ese ensayo se me había olvidado por completo…
Hasta que me saltó el anuncio en Facebook. ¡Bikini completo!
Y axilas, y bigote, y piernas completas, si quería también. Bikini es el término clave. Bikini completo no es otra cosa que la depilación total del mons veneris, como lo llamaban poéticamente los romanos, esa parte del cuerpo cubierta de vello desde la pubertad.
Depilarse —o no hacerlo— ¿puede ser un acto político? Pues sí, señoras.
Me acuerdo de haber leído sobre John Ruskin, crítico de arte y pensador social inglés del siglo XIX, cuya única visión del cuerpo femenino había sido a través de las obras que estudiaba y vendía. Un día se casó con Euphemia (Effie) Gray. Pero en su primera noche juntos, al ver el cuerpo desnudo de su esposa, Ruskin sintió repulsión. Nueve años después, el matrimonio seguía sin consumarse. Effie le suplicó que le dijera por qué. Según ella, Ruskin respondió que “había imaginado que las mujeres eran muy distintas de lo que vio..., y que la razón por la que no la hizo su esposa fue que se sintió disgustado con su persona la primera noche”.
Se especula que pudo haber sido su olor, o la impresión que le causó la menstruación. Pero Mary Lutyens propone una explicación aún más simple: el vello púbico.
Acostumbrado solo a cuerpos en pinturas, jamás había visto vello en una mujer, y lo que vio lo horrorizó.
Aunque la causa exacta del rechazo sigue siendo un misterio, lo evidente es que Effie fue objeto de una mirada masculina que imponía estándares de belleza nacidos de fantasías mitológicas, como las que aparecían en los cuadros que el propio Ruskin promovía. Esos ideales, nacidos en la pintura, el mito y la imaginación de sus autores, terminaron convirtiéndose en normas. A Ruskin no le gustó el vello púbico. Tampoco le pidió a Effie que se lo quitara. Simplemente la rechazó.
Años después, Effie logró anular el matrimonio. Se casó con el pintor John Everett Millais y juntos tuvieron ocho hijos.
Pasaron los años, cambiaron las épocas, pero los estándares siguieron adaptándose a esa misma mirada masculina que domina Occidente. Para la década de los ochenta, el bikini completo —el mons veneris sin rastro de vello— se convirtió en norma en las revistas pornográficas estadounidenses. Así comenzó la era de la pornificación de las mujeres. A medida que la pornografía se volvió fácilmente accesible a través de internet, y se normalizó en la publicidad y el marketing, el bikini completo pasó a ser la representación predominante de los genitales femeninos. Surgió entonces toda una generación de hombres (y de mujeres) que empezaron a esperar de sus parejas sexuales lo mismo que veían en las pantallas: ¡bikini completo!
Y aquí está el asunto: Las tendencias en el cuidado personal no ocurren en el vacío y pueden tener un significado social y político más profundo. La depilación de la vulva no es una práctica neutra. Responde a un contexto específico, ejercido “bajo la mirada y el juicio” de un mandato masculino (véase Friedland o Burris & Munteanu), profundamente enraizado en la lógica pornográfica.
Cuando “El ojo de la cámara pornográfica hardcore sobrevuela el cuerpo femenino, deteniéndose en sus partes...es una saturación visual de actos físicos, desprovistos de sentimiento. No hay historia de amor. La pornografía muestra cuerpos sin vello púbico para destacar los órganos —la hendidura genital femenina y el pene erecto—, y con ello impone un estándar de lo que debe considerarse deseable”, escribe Friedland. Y continúa: “Un cuerpo pornográfico no es un cuerpo que ama, ni un cuerpo al que el amor se le adhiera. Es un uniforme para la fantasía masculina”.
Las expectativas masculinas no solo vigilan y disciplinan la agencia sexual de las mujeres: también nosotras lo hacemos entre nosotras. Y aunque depilar el monte de Venus pueda parecer un acto de autonomía, muchas veces lo hacemos —sin saberlo— bajo el juicio de quienes toman como estándar lo que ven en la pornografía.
Lo que a primera vista podría parecer una crítica moralista es, en realidad, una reflexión política sobre cómo se construyen los deseos y cómo se moldean los cuerpos femeninos bajo la mirada masculina, una mirada que ha sido aprovechada y rentabilizada por los centros de “estética femenina”.
No se trata de juzgar decisiones individuales, sino de visibilizar las lógicas que dictan qué cuerpos y qué prácticas son “deseables”. Reconocer estas dinámicas es un acto de resistencia: es comenzar a desmontar los mandatos estéticos impuestos por una industria fantasiosa y bruta. Esa misma industria nos disciplina y dejamos de ver el cuerpo como territorio de autonomía, borrando lo que nos identifica como mujeres —y no como niñas—: el vello, la historia escrita en la piel.
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