Hay una fuerza silenciosa que sostiene buena parte de nuestras decisiones diarias. No se firma, no se impone ni se fiscaliza constantemente, pero está ahí, mediando entre personas, instituciones y sistemas. Esa fuerza se llama confianza.

Confiamos cuando vamos al médico esperando que nos recomiende el tratamiento más adecuado. Confiamos al sentarnos en un restaurante, seguros de que los alimentos fueron manipulados con higiene. Confiamos cuando compramos un tiquete aéreo, creyendo que la aerolínea ha hecho el mantenimiento adecuado al avión. Confiamos en cientos de pequeñas cosas cada día, casi sin darnos cuenta. La confianza es, en muchos sentidos, el pegamento invisible que mantiene funcional la complejidad del mundo moderno.

Pero, ¿qué ocurre cuando ese pegamento se agrieta?

El reciente colapso de una estructura en una discoteca en Santo Domingo, República Dominicana, que dejó varios muertos y heridos, ha sido un recordatorio trágico de lo que pasa cuando fallan los controles, las regulaciones o simplemente el compromiso con lo básico. No se trató solo de una falla estructural. Lo que realmente se vino abajo fue la confianza: en los encargados del local, en las autoridades que debieron supervisar, en el sistema que debía prevenir una tragedia.

Y no es un hecho aislado. Pensemos en la crisis financiera del 2008, cuando grandes bancos e instituciones colapsaron debido a prácticas irresponsables y opacas, llevándose consigo millones de ahorros, empleos y viviendas. Pensemos en la pandemia, cuando la desconfianza en las autoridades sanitarias y el auge de la desinformación pusieron en riesgo la vida de millones. O en los escándalos de corrupción que se han multiplicado en distintos países, socavando la credibilidad en gobiernos, empresas, medios de comunicación, e incluso organizaciones de la sociedad civil.

Vivimos tiempos en los que desconfiar se ha vuelto casi una actitud por defecto. La duda sustituye al beneficio de la duda. La sospecha reemplaza al respeto. Y, sin darnos cuenta, la desconfianza se filtra en nuestras relaciones, decisiones y proyectos colectivos. Entonces, la gran pregunta es: ¿cómo se reconstruye la confianza cuando se ha perdido?

Porque confiar no es sinónimo de ingenuidad. Confiar es aceptar cierta vulnerabilidad basada en la expectativa —razonable— de que la otra parte hará lo correcto. La confianza se basa en la transparencia, la coherencia, la responsabilidad y la rendición de cuentas. Y aunque toma años construirla, puede perderse en segundos.

¿Puede una institución recuperar la confianza de sus ciudadanos? ¿Puede una empresa demostrar que está del lado de sus clientes y no solo del de sus accionistas? ¿Podemos, como sociedad, volver a apostar por el otro, incluso si nos fallaron una vez?

Tal vez debamos empezar por reconocer que la confianza no es solo una condición ética o moral, sino también una estructura tan imprescindible como las carreteras o los hospitales. Sin confianza no hay desarrollo sostenible, no hay cooperación ni innovación. En su ausencia, lo que colapsa no es solo un edificio o un modelo económico, sino la posibilidad misma de convivir.

Volver a confiar es, sin duda, uno de los mayores desafíos de nuestra era. Pero también es uno de los más urgentes. Porque sin confianza, todo lo demás tambalea.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.