Un 81 % de la ciudadanía cree que Costa Rica debería ser gobernada con mano dura. El dato proviene del estudio realizado por el IDESPO de la Universidad Nacional (UNA) en noviembre de 2024, titulado “Percepción de las personas adultas y jóvenes costarricenses sobre tópicos de economía y política”.

A simple vista, parece un giro autoritario, pero si uno lee más allá del titular, descubre que esa misma mayoría sigue creyendo en la democracia como el mejor sistema de gobierno.

No es contradicción: es frustración. Las personas no están pidiendo un dictador. Están pidiendo un Estado que resuelva. Que responda. Que funcione.

De la desilusión a la demanda

Durante años, en nombre de la estabilidad, se construyó una estructura institucional que creció en tamaño, no en eficacia. Confundimos democracia con aparato estatal y dejamos que la burocracia se convirtiera en un fin en sí mismo. Las instituciones se blindaron: se convirtieron en santuarios intocables, donde cualquier intento de reforma se presenta como un ataque a la democracia misma.

Pero una democracia no se mide por su número de entes, ni por el tamaño del presupuesto que los sostiene, sino por su capacidad de resolver los problemas de la ciudadanía. Y esa capacidad está hoy profundamente debilitada.

El ciudadano lo percibe todos los días: filas eternas, trámites absurdos, servicios públicos colapsados, escuelas que se caen, hospitales sin insumos, caminos destruidos, empleados públicos que no cumplen sus deberes, impunidad reinante, etc. Y mientras tanto, la mayor parte del gasto público sigue destinada a mantener esas estructuras, y no a ofrecer soluciones.

¿Qué debe cambiar?

No necesitamos más leyes ni más oficinas. Necesitamos que lo que ya existe funcione. Para eso hay que tomar decisiones valientes:

  • Optimizar y digitalizar procesos. La mayoría de instituciones opera con lógicas anacrónicas. Los trámites son lentos, duplicados o desconectados. Digitalizar el Estado no es tener un formulario en PDF: es rediseñar procesos para que sean simples, accesibles y eficientes. La modernización no es solo tecnológica, es también cultural y organizacional.
  • Cerrar o fusionar instituciones que ya no cumplen su objetivo. Hay entes que ya no responden a ninguna necesidad real o que duplican funciones. Revisar su razón de ser no es un atentado contra el Estado, es una muestra de madurez democrática. Un Estado funcional debe ser capaz de evaluarse, ajustarse y enfocarse en lo que realmente importa.
  • Facilitar la contratación y el despido de empleados públicos. El sistema actual dificulta atraer talento y perpetúa a quienes no cumplen. No se trata de precarizar el empleo público, sino de introducir meritocracia, evaluación y rendición de cuentas. Un servicio civil moderno debe premiar el desempeño y corregir el incumplimiento, como en cualquier organización seria.
  • Establecer consecuencias reales por el mal manejo de recursos. Hoy, casi ningún jerarca rinde cuentas si desperdicia millones. Sin consecuencias, no hay responsabilidad. Quien administra fondos públicos debe responder por los resultados, no simplemente por haber cumplido con el papeleo. Transparencia sin consecuencias es solo un espejismo.

¿Por qué estamos aquí y qué nos toca como ciudadanía?

Porque por décadas se ha alimentado la idea de que cambiar estructuras es peligroso. Pero hoy es evidente que la democracia está en crisis no porque falte apoyo ciudadano, sino porque fue secuestrada por la burocracia. Se volvió cara, lenta e ineficaz. Y eso la está desgastando desde adentro.

También debemos asumir una verdad incómoda: no podemos recibir servicios de calidad con la estructura del Estado actual. Esa es la gran dicotomía que enfrentamos. Queremos un Estado ágil y eficiente, pero sin tocar privilegios. Queremos resultados diferentes sin cambiar las reglas del juego.

Tenemos que entender que, para que el país funcione, debemos estar dispuestos a permitir transformaciones profundas. No basta con elegir “buenos políticos”. El problema no es de personas, es estructural. Y si no cambiamos el diseño institucional, ningún gobierno podrá darnos los resultados que esperamos.

Seguir defendiendo un modelo que no da resultados solo profundiza la desconexión entre Estado y ciudadanía. Los privilegios malhabidos de unos pocos no pueden seguir frenando el bienestar de la mayoría.

La gente clama por mano dura no porque rechace la democracia, sino porque ya no cree que las reglas actuales sirvan para cambiar algo. Pero lo que realmente pide es un Estado que funcione, sin tener que renunciar a sus derechos.

El encabezado sobre la “mano dura” no debe leerse con alarma, sino con atención. Es una señal de alerta. Pero también es una oportunidad: si respondemos con reformas, eficiencia y valentía, podemos transformar esa frustración en un nuevo pacto democrático.

Porque la democracia no se defiende con discursos, mesas de diálogo ni comisiones: se defiende con resultados.

Y postergar los cambios necesarios para que los resultados cambien no es prudencia. Es irresponsabilidad.

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