A veces no podemos evitar comparar. Escuchamos una canción de Serrat, un bolero antiguo, una tonada africana o a Simon & Garfunkel y sentimos que hay algo especial: emoción, ideas, poesía, belleza. Luego abrimos una app de música o encendemos la radio, y suenan letras altamente sexistas, violentas o simplemente con acordes torpes o ruidos de cornetas y golpes. Y entonces nos preguntamos: ¿qué está pasando con la música? ¿Y con nosotros?

No es por nostalgia ni por juzgar. La pregunta va más allá: ¿qué refleja este cambio? ¿Qué mensaje nos está dejando la música de moda? ¿Estamos evolucionando a algo distinto que no todos entendemos o más bien perdiendo algo importante?

Durante mucho tiempo, la música fue una forma de expresar emociones, de comunicarse entre culturas, de mostrar el ser, de expresar ideas, de decir algo importante. Serrat ponía en canciones los versos de poetas; Violeta Parra hablaba de injusticias; Rubén Blades explora los temas sociales a través de su poesía/música; Simon & Garfunkel cantaban sobre el silencio de una generación… incluso las canciones más simples tenían algo que nos tocaba. Ellos son solo algunos ejemplos de lo que antes llenaba las emisoras, y por ende: los hogares, el espacio de esparcimiento y las sociedades.

Hoy, muchas letras se repiten como si fueran eslóganes. Lo provocador parece más importante que el mensaje. Y no es que esté mal hablar de sexo o de lo urbano —el arte siempre habló de eso—, el problema es que muchas veces ya no hay arte. Solo existe la misión de lograr lo llamativo para concretar ventas o una popularidad hueca. Muchas canciones populares hoy refuerzan la idea de que lo único importante es el cuerpo, el dinero o el poder y el público no lo cuestiona y se viraliza.

Y esto no pasa solo en la música, pasa también en la política, en los medios, en la vida. Todo va rápido, hay miles de estímulos, y poco espacio para pensar, sentir o conectar de verdad. Lo superficial le gana a lo profundo y en medio de ese ruido perdemos algo valioso.

No es culpa solo de los artistas ante una industria musical que sigue lo que dice el algoritmo, alimentado por “likes” y una sociedad que a veces confunde lo vulgar con lo auténtico.

Aun así, todavía hay artistas jóvenes que escriben con alma. Hay gente que busca algo más. Pero para que eso crezca, necesitamos apoyarles, se requieren lugares donde aprender a escuchar bien, a hacer preguntas, a valorar lo que se dice y cómo se dice. No se trata de prohibir ni de sentirse superior. Solo se trata de estar más atentos y a la de menos de contraponer ideas.

Algunas propuestas que pueden ayudar: escuchar con atención —no todo lo que suena bien tiene algo bueno que decir—; compartir música que nos haga sentir o pensar; hablar de arte en casa, en la escuela, en las redes; no subestimar lo que consumimos, la música también influye en cómo vemos el mundo.

No todo tiempo pasado fue mejor, pero si dejamos de mirar con criterio, podemos terminar celebrando cosas que no nos dejan nada. Se trata de rescatar lo que valía la pena y traerlo al presente. La música nos forma, nos acompaña, nos define. Por eso importa.

Y como la rueda que gira y siempre vuelve, pienso: ¿qué habrán sentido nuestros padres o abuelos al vernos cantar canciones protesta o bailar "Twist and Shout"? Tal vez también ellos se preguntaban hacia dónde iba la música y con ella, el mundo.

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