Ayer se cumplieron cinco meses sin abuelo.
Poco tiene que ver con el estado de la realidad nacional, pero se me hace difícil aún no enmarcar muchas cosas desde ahí, si soy completamente honesto.
Señalo esto a modo de reconocimiento, pero también porque significa en mí un punto y aparte en cómo se ven las cosas: las importantes, las banalidades y la vida en general.
Aunque me siento reacio y le huyo en cuanto puedo a comparar, una idea me persiste últimamente: la Costa Rica en la que he vivido estos 23 años ha sido quizá más la Costa Rica de abuelo que la mía.
Esto no se debe a que no comparta un profundo sentido de pertenencia y amor por mi país, ni porque no reconozca los amplios logros que, como sociedad, hemos alcanzado —del Código de Trabajo, la Reforma Social, las victorias del ‘48 y ‘49, de Manuel Mora y de don Pepe, del ICE, así como la construcción de un Estado de bienestar socialdemócrata, moderno para su época y más equitativo— que se ha edificado desde entonces sobre la Segunda República; sino porque, aunque quizá entienda mejor sus alcances y haya estudiado más el funcionamiento del sistema político, siento que es más la de él porque fue de los que se fue, sin tener la mayoría de edad, a la Guerra Civil, a luchar por sostener la democracia costarricense. Y porque, después, durante el resto de su vida fue uno de muchos agricultores sencillos y honestos que construyeron los cimientos de mi existencia y de la Costa Rica en la que he tenido la dicha de crecer.
Menciono esto, una vez más, a manera de reconocimiento y tributo personal, pero también porque me preocupa profundamente presenciar la erosión de los principios de justicia social, deliberación democrática y generosidad con el prójimo que han caracterizado a los ticos y a nuestro pura vida. El surgimiento de una narrativa violenta, reaccionaria y autócrata, que más que realizar críticas constructivas e impulsar una reivindicación de los problemas que el sistema político ha padecido —y ha hecho sufrir a su población durante las últimas décadas—, se dedica a negar la validez de los valores que nos han convertido en un Estado excepcional en la región por mantener la democracia en medio de regímenes militares y dictatoriales, y por edificar una estructura que, cuando funciona bien y se reforma adecuadamente (respetando nuestras tradiciones humanitarias y democráticas) ha permitido la movilidad social para incontables familias costarricenses por más de 70 años; desde el machete de abuelo, a las gabachas de mi padre, a mis propios estudios y aspiraciones profesionales en una realidad local e internacional convulsa.
Ahora, se me hace importante mencionar que esto no lo digo en negación de los profundos y vergonzosos problemas que enfrentamos como sociedad, ni para negar la necesidad de implementar las reformas y modernización que debemos realizar. Solo como ejemplo: las pomposas expresiones del Poder Ejecutivo sobre cómo “estamos volando” al ser uno de los países con mayor crecimiento macroeconómico en la OCDE no pueden conciliarse con que seamos también para esa organización uno de los países con mayor desigualdad, que además se da el lujo de desfinanciar su educación, apostando su futuro por beneficios de corto plazo mientras se lanzan acusaciones, tirando la piedra y escondiendo la mano. O cómo nuestros logros ambientales —con amplia conservación forestal y marina, producción energética casi exclusivamente limpia— se contradicen con un enorme consumo de hidrocarburos, caza predatoria de especies marinas en peligro de extinción, y prácticas agrícolas con un uso excesivo e insostenible de agroquímicos, con consecuencias para nuestra flora, fauna y salud humana, problemas que también comparten silencios cómplices.
Digo que esta pareciera no ser la misma Costa Rica porque los problemas, que ya arrastramos hace años —y no todos son producto de esta administración—, se comienzan a desbordar, y porque la acción coordinada y efectiva es necesaria para mantener a Costa Rica como un país equilibrado, democrático, amable con el desarrollo económico y las libertades privadas, pero también igualitario, preocupado por asistir, cuidar y capacitar a sus ciudadanos para una mejor vida y un mejor país. Costa Rica necesita no una continuidad de gobiernos reaccionarios e improvisados, más preocupados por destruir el pacto social o emprender batallas entre élites, como en recientes administraciones; mediocres o hambrientas de poder, abogando por la destrucción de lo que nos hace ticos y de lo que, con todos nuestros problemas, nos mantiene como un ejemplo regional de desarrollo humano en una región mal acostumbrada a pobreza, crimen organizado y abusos estatales. Es necesario volver a nuestras raíces socialdemócratas, humanas, para que todos puedan crecer y ayudar a construir, de grano en grano, el futuro que como sociedad queremos.
Retomando a abuelo y a modo de cierre, no fue nunca una persona perfecta ni pretendió serlo, era profundamente humano, como yo escribiendo y usted leyendo esto; pero más importante, se esforzaba por ser bueno a pesar de sus contradicciones, como podemos también nosotros. Termino el análisis con como me alegro de que a Mario Lesmes Bermúdez lo cargo conmigo todos los días, de que me queda abuela, mi mamá y papá y el resto, de que nos queda Costa Rica si luchamos por conservarla.
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