Hace unos días, alguien me dijo: “Tanto en la política como en las relaciones sentimentales, no hay sillas vacías”. Y tenía toda la razón. Somos seres humanos; biológicamente singulares dentro del reino de los primates, pero lo que realmente nos define no es nuestra anatomía, sino nuestra humanidad. Tenemos empatía, ética, moral y una espiritualidad que, en mayor o menor grado, moldea nuestra manera de estar en el mundo.
En una conversación reciente con un buen amigo, comentábamos cómo las dinámicas de poder son esencialmente las mismas en todos los ámbitos: político, familiar, laboral y, por supuesto, religioso. A propósito de la magnífica película Cónclave, basada en la novela de Robert Harris, queda claro cómo la ambición por el poder puede llegar a erosionar uno de los valores más fundamentales que deberíamos cultivar: el amor al prójimo. Incluso, algunas religiones —paradójicamente— parecen contradecir ese principio básico.
Entonces, ¿qué es lo que realmente buscamos los seres humanos en estos mal llamados “juegos de poder”? Digo mal llamados porque no tienen nada de juego: sus consecuencias pueden ser graves, incluso trágicas. Personalmente, no tengo una respuesta definitiva. Me gustaría creer que lo hacemos por amor, pero cada día me convenzo más de que no es así. Nos obsesiona destacar, ser los mejores, los salvadores, los héroes… sin entender que quienes verdaderamente transforman el mundo son aquellos que vienen a servir, no a ser servidos.
Buscamos un falso sentido de control, sin reconocer que somos apenas una mínima parte de lo que sucede en este inmenso mundo —una fracción dentro de una galaxia, en un universo que aún apenas comprendemos. Nuestra existencia ocurre en un minúsculo parpadeo del tiempo. Tal vez no signifique nada… o tal vez lo signifique todo, al menos para nosotros.
Así como no hay sillas vacías, hay también quienes ocupan demasiado espacio, llamémoslas “sillas demasiado llenas”. Tenemos la obsesión de querer controlarlo todo, sin permitir que quienes deben tomar la estafeta crezcan, se formen y —con respeto— nos cuiden cuando llegue nuestro momento de hacernos a un lado. También estamos quienes deberíamos impulsar a esa nueva generación para que sean ellos quienes decidan cuándo y cómo asumir ese rol. El problema es que hemos pecado de excesiva cautela, aferrándonos a una idea de seguridad que no existe.
A quienes vienen detrás, les digo: dentro del respeto, sean irreverentes. No desperdicien la oportunidad de aprender, de estudiar, de expandir sus horizontes. El conocimiento es la herramienta que les permitirá sentarse en la silla correcta, en el momento justo.
En estos días de reflexión, invito especialmente a quienes hoy ocupan esas sillas a considerar que todos compartimos un destino inevitable: la muerte. Por una simple lógica biológica, algunos partiremos antes que otros. Nuestra responsabilidad es asegurar que las nuevas generaciones estén listas para tomar el relevo, y con ello, preservar —por mínima que sea— la maravillosa insignificancia de lo que significa ser humano.
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