"Probablemente de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose".

Julio Cortázar

En plena actividad navideña, un amigo tomó la palabra para contar lo que normalmente hubiese sido una simple anécdota. Nos relató que a inicios de diciembre visitó una de sus librerías favoritas, conocida por contar con un librero excepcional que recomienda lecturas acertadas y conoce a profundidad todos los libros del escaparate. Le pidió al librero toda la literatura que tuviera sobre la esperanza, en un intento por recobrar aunque fuera una pizca de ella.

El silencio que siguió a la narración de mi amigo fue abrumador. De alguna manera, todos los presentes nos sentíamos reflejados en ese sentimiento; y a esas alturas del año, después de todo lo vivido, nos invadía la certeza de que esa sensación era más compartida de lo que inicialmente pensábamos.

Al margen de las posibles felicidades y triunfos individuales, es verdad que hemos comenzado a sentir, cada vez con más fuerza, una desazón colectiva. Y claramente, esta sensación no es inventada; por el contrario, tiene una base material y tangible de la que, como sujetos sociales que somos, no podemos escapar, aunque a veces lo deseemos.

Solo basta abrir las noticias cada día para confirmar que las cosas no marchan bien. En lugares del otro lado del mundo, que desde nuestra relativa comodidad percibimos como distantes, se perpetra un genocidio contra el pueblo palestino bajo la mirada indiferente de la comunidad internacional. Simultáneamente, el planeta clama por atención: científicos exhaustos advierten sin cesar que el aumento de la temperatura global no puede continuar sin una respuesta significativa de grandes corporaciones y gobiernos de países desarrollados. Mientras tanto, en nuestras propias calles, suenan disparos y se desintegra la imagen del país pacífico que nos gustaba pregonar.

Y entonces, ante este panorama, nos enfrentamos a una pregunta crucial: ¿Qué vamos a hacer? Claramente, esta desesperanza se convierte en terreno fértil para aquellos que se benefician del desaliento y la inacción colectiva; la historia está repleta de tales ejemplos. Sin embargo, ¿nos resignaremos a ser espectadores pasivos, cabizbajos y melancólicos, o nos levantaremos a desafiar el curso de los acontecimientos? ¿Somos aún capaces de transformar nuestra frustración en un catalizador para la acción? Esta pregunta nos desafía a reflexionar sobre cómo podemos utilizar nuestra indignación: ¿Será un motor de cambio o simplemente una excusa para permanecer paralizados?

Dado que ningún cambio significativo puede originarse a nivel individual, es esencial centrar nuestra atención en lo colectivo. Debemos trabajar en reconstruir los tejidos sociales que hemos permitido que se erosionen, superar diferencias y reducir hostilidades tanto como sea posible, y revitalizar el verdadero arte de la política, que va mucho más allá de la simple lucha partidista. Es crucial retomar la política como una práctica colectiva dirigida a alcanzar objetivos comunes y efectuar cambios reales en nuestra sociedad. Solo al entender con madurez la urgencia de los desafíos comunes podremos volver a pronunciar la palabra “futuro” no como un término vacío o aterrador, sino como un concepto lleno de posibilidades.

El camino ciertamente no será fácil, ni rápido, ni lineal. Si bien nuestros esfuerzos podrán no ser suficientes para detener un genocidio o frenar el cambio climático, tienen el potencial de transformar nuestro barrio, y quizás, incluso nuestro país. Este desafío requiere una redefinición de la acción política, alejándola del escenario estéril al que se ha relegado. Es esencial mirar atrás para recordar las grandes gestas pasadas que nos marcaron, y, al mismo tiempo, no temer soñar con un futuro hermoso. En tiempos donde predomina la desolación, imaginar un mañana mejor es, en sí mismo, un primer acto de valentía.

No sé si a mi amigo le bastara la lectura de sus libros para recobrar la esperanza. Tampoco sé si escribir estas líneas abone en ese mismo sentido. Lo que si recuerdo bien es que la primera vez que decidí hacer política, partidaria y no partidaria, me movía profundamente la esperanza. Recuerdo que en esos caminos me encontré con muchísima gente que compartía ese sentir, con camisetas de muy diversos colores. Recuerdo que antes no era tan difícil hablarnos. También recuerdo haber crecido con la creencia firme de que el miedo nunca era razón suficiente para detenernos.

Tal vez Julio Cortázar tenía razón: la esperanza realmente nos transciende, y recuperarla quizás no sea una idea tan quimérica como parece.

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