Desde muy temprano en la infancia somos asediados por una idea que se nos queda pasmada en el subconsciente: siempre debemos ganar, nunca perder. Este concepto disonante lo percibimos e implicamos en todos los ámbitos de nuestra existencia: desde el espermatozoide que le “ganó” a sus pares para fecundar el óvulo, hasta tener que “ganar” un cupo para estudiar una carrera universitaria o para alcanzar un puesto en algún trabajo. Pasamos la vida observando y siendo parte del trajín que nos invita a obtener lo más y mejor, muchas veces sin importar las formas. Perder, por otro lado, se ha impregnado en nuestro cerebro como sinónimo de debilidad, de poco autocontrol, de nula valentía y de eminente inutilidad.

Parece ser que hay una premisa errónea que hemos catalogado como verdadera y es la que nos obliga internamente a obtener —a como dé lugar— el preciado triunfo: “las malas personas siempre pierden, por lo tanto si pierdo es porque soy una mala persona”. Esa falsa dicotomía entre el paraíso divino y el infierno terrorífico a partir del resultado de un supuesto evento binario (ganar o perder), nos limita a experimentar el disfrute por el puro placer de la oportunidad, es decir, sopesamos más el desenlace que el camino recorrido.

Tanto las personas como los medios de comunicación (físicos y virtuales) nos inculcaron —aunque sea de forma muy sutil— que en cualquier competición solo existe un ente ganador: aquel que obtiene la medalla de oro; así, entonces, todos los demás “para abajo” son simples perdedores. Esto lo hemos consumido e interiorizado a tal punto que catalogamos al segundo lugar como el primer perdedor. Así de cruel ha sido el entorno: no somos nada ni nadie si no hemos sido capaces de alcanzar todo lo que nos proponemos o, peor aún, todo lo que nos proponen que debemos alcanzar.

Lamentablemente son pocas las veces que se nos ofrece la posibilidad de explicarnos qué hacer cuando debemos enfrentar una derrota, y esto puede ser debido a que comúnmente son solo los profesionales en la psique humana los que nos esclarecen que no hay nada de malo con reconocer y aceptar que perdimos. Incluso, es realmente extraño que la realidad esté llena de ejemplos de fracasos y aun así somos incapaces de reconocer que es parte de la existencia humana. “Siempre mejores, nunca peores” es una de esas consignas asociadas a querer siempre ganar; sí, se acepta, pero solo parcialmente: jamás a costa de un decaimiento emocional por el mero hecho de no haber podido levantar el trofeo denotando que fuimos mejor que el resto.

Con todo esto no quiero decir que, por ejemplo, haya que desalentar a aquellos estudiantes o deportistas o profesionales o aficionados de cualquier índole que se han esforzado por ser los mejores en sus respectivas categorías, sino más bien ayudarles a comprender que esa admiración propia y externa es efímera: va a llegar el momento (por cualquier circunstancia) que perderán y tendrán que lidiar con la frustración y el posible autodesprecio insensato, y es ahí, en ese preciso instante, que deberán caer en cuenta que tanto ganar como perder son posibilidades válidas (aunque todo alrededor indique lo contrario) y, por consiguiente, ambas opciones se deben saber manejar y contrarrestar para no caer en un oscuro pensamiento autodestructivo.

Finalmente, debo aclarar que tampoco estoy queriendo levantar la bandera de la mediocridad, sino más bien deseo exponer que por más que queramos e intentemos testarudamente lograr algo, algunas veces es más saludable frenar, orillarse, tomar un respiro y analizar si ese curso/emprendimiento/carrera/deporte/relación/trabajo vale todo el esfuerzo hecho y por hacer, y con ese análisis definir responsablemente el punto límite para un “no más”. Y la respuesta a ese “¿hasta cuándo?” no debería ser “nunca”, porque no somos seres eternos ni, mucho menos, todopoderosos (aunque ese ilusorio “con suficiente voluntad todos es posible” disfrazado de dizque consigna para triunfar así lo quiera dar a entender).

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