Las revoluciones son, por definición, caóticas. Son episodios de evolución acelerada de un estado de las cosas a otro. El caos, ese desorden en apariencia ingobernable, es un sustrato importante para la innovación disruptiva. De esa confusión empiezan a surgir ideas con sentido de propósito.

En estudios de paz, se define la violencia como todo aquello que altera la armonía. Entre sus múltiples formas, las más comunes son la directa, la indirecta y la estructural. Directa significa infligir un daño físico o emocional de una persona a otra, como una agresión con un arma. Indirecta es cuando la acción de una persona afecta a otra sin que exista contacto directo entre ellas, como estacionar el carro sobre la acera en la que transitará un coche de bebé o una silla de ruedas.

La violencia estructural describe un sistema cuyas consecuencias, planificadas o no, provocan una pérdida de armonía para las personas. La exclusión, la injusticia, la miseria, la deserción, la contaminación, la inseguridad son manifestaciones sistémicas de violencia.

En el contexto actual del país y del planeta, agregaríamos al menos dos formas de violencia:  política y espiritual. Hemos llegado al punto de insultar de forma grosera a nuestros adversarios desde el poder y estamos siendo incapaces de sentir compasión por otras personas porque disentimos de sus ideas o discordamos con sus formas y métodos.

Aquello de amar al enemigo pareciera de un siglo pasado muy perdido en la memoria colectiva de nuestra especie. Se necesita valentía para construir la paz. Es mucho más fácil alimentar el caos que construir a partir de él, mucho más fácil mantener el desorden que innovar.

Crear nuevo valor debe empezar por la gestión de acuerdos. Para ello, debemos provocar miles de conversaciones entre nosotros para saber si queremos vivir en armonía o si preferimos vivir en violencia. Tenemos en nuestras manos la capacidad de construir y de destruir. La decisión es nuestra. Reforcemos la creencia de que los ciudadanos podemos hacer mucho respecto a la crisis de violencia que vivimos.

También se necesita responsabilidad y compromiso para resolver las causas que nos hacen adictos a ciertos conflictos. Sucede en muchos casos que la permanencia en un conflicto se debe a beneficios colaterales reales o aparentes que percibimos de él. Incluso sucede, en relaciones tóxicas que generan constante roce desde la incompatibilidad, que quienes participan en ellas empiezan a confundir rechazo con afecto. Amar es amar. Despreciar es despreciar. Eso debe estar claro en el interior de cada persona.

Nuestra nación ha acumulado grandes logros desde la creación de la República hace casi dos siglos. También está claro que tiene docenas de áreas por mejorar en su estado, su institucionalidad, su capacidad de gobernanza y su afán de alcanzar su mejor versión. Para ello, se necesita una revolución de conciencia, de moral, de ideología, de filosofía, de política, que nos permita elegir, de forma soberana, volver a ser la cultura de paz que alguna vez fuimos. Ese sería un producto tangible, potente, sostenible, del caos en el que estamos.

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