El último lunes de mayo, miles de personas descienden sobre Washington, DC para conmemorar el Día de los Caídos. Muchos vienen a espectar el desfile que cruza a través de Constitution Avenue, muchos otros buscan admirar los monumentos en un día festivo. Algunos cuantos de esos patrióticos peregrinos cruzan el río Potomac en dirección hacia el Cementerio Nacional de Arlington, un lugar de descanso final que muchas placas alrededor elogian como “el santuario más sagrado de nuestra nación”.
Al recorrer los senderos resulta imposible no examinar la heterogénea multitud que el cementerio atrae. Turistas en pantalones cortos y gorras tratando de mitigar el bochorno mientras se congregan alrededor de la tumba de John Kennedy; hombres y mujeres emergiendo de los trenes en trajes y vestidos de verano con flores en sus manos para familiares y los más íntimos de sus amigos caídos.
Cuando pisé por primera vez en el centro de visitantes del cementerio percibí la directa naturaleza con la que la institución pide a visitantes como yo que evoquen tanto su curiosidad como su veneración. Caminar a través de Memorial Avenue sacude la conciencia en parte debido a las grandes proporciones que caracterizan el paisaje y los monumentos alrededor. Sin embargo, uno puede sentir que algo completamente aparte está también en juego. Al pasar estructuras neoclásicas con águilas, ninfas y palabras en latín conspicuamente plasmadas por todas partes se hace evidente que Arlington, más que ningún otro monumento en esta capital, busca reconciliar a los peregrinos del santuario sagrado con una particular historia de lo que la República es y debería de ser. Que sin importar el futuro, una promesa ha de ser cumplida: el carácter del país se mantendrá indeleblemente marcado por las 400.000 almas aquí conmemoradas. Cruzando el Potomac de vuelta, esta es la noción con la que dejé Arlington.
Como extranjero, es inevitable sentir que me entrometo en una conversación en la cual no tengo parte. Yo crecí con una idea casi irreducible de las fuerzas armadas. Una partícula que destellaba en el horizonte cuando fijaba mi mirada en las tierras mucho más allá de nuestras costas. No había soldados cayendo en batalla para mantenernos libres a mi hermana y a mí, ningún familiar al que pudiese llevarle flores en un bochornoso día de primavera. Esta era parte de mi narrativa nacional. La narrativa de un país que, me parecía desde tiempo inmemorial, había acordado una predilección por la paz y que en sus esmeros de cortar todo puente de vuelta al pasado, se había hecho una isla inmune a los conflictos bélicos.
El 17 de noviembre de 1983, Costa Rica se unió a un idiosincrático grupo de naciones que, a pesar de no compartir casi nada en común, se aferran a un mismo ideal: neutralidad frente a conflictos armados.
A pesar de tan elevado ideal, el mundo a menudo es imperfecto y por naturaleza nuestras concepciones de paz y neutralidad también lo son. Estas constantemente fallan en suscribirse a una definición doctrinal y empleada universalmente.
Una tradición de no alineación puede surgir de una multiplicidad de fuentes. Países como Irlanda y Mónaco ostentan tradiciones de neutralidad aunque estas no están codificadas en ley. Panamá y Ciudad del Vaticano adoptaron la neutralidad como una provisión constituyente de tratados más amplios, el Tratado del Canal de Panamá y los Pactos de Letrán de 1929 respectivamente. Aun otras naciones, como es el caso de Costa Rica y de Austria, han codificado (o intentando codificar) y autoimpuesto su costumbre de neutralidad.
Costa Rica ha intentado al menos dos veces institucionalizar su proclama de neutralidad tanto a nivel legislativo como vía reforma constitucional pero sin éxito. Por lo tanto la proclama sigue siendo un acto unilateral sin respaldo en la legislación o la Constitución Política, aunque sí en doctrina, costumbre diplomática y reiteradas declaraciones oficiales.
Examinar quirúrgicamente el concepto de neutralidad revela que muchos países que la reclaman a menudo cuestionablemente se adhieren a este principio. Estas variaciones se deben a la letra pequeña que califica su interpretación de neutralidad. Austria, la cual se pronunció neutral en el Tratado de Estado Austriaco, figura como miembro de la Unión Europea a pesar del artículo 42.7 del Tratado de la Unión Europea, el cual establece defensa mutua entre los países miembros. En 2022, Suiza, famosamente conocida por su neutralidad inquebrantable incluso ante el Tercer Reich, impuso sanciones a la Federación Rusa en tándem con las impuestas por el Consejo Europeo. Solo un año más tarde, Finlandia, otro bastión de la neutralidad, decidió unirse a la OTAN.
Con todos estos desarrollos diplomáticos y excepciones legales ad hoc en el trasfondo, uno debe de preguntarse qué significa la neutralidad frente a los conflictos armados de la actualidad. Un mundo que ha sido horrorizado por el conflicto en Gaza, forzado a acostumbrarse a las atrocidades en Ucrania, y puesto en suspenso hace apenas unas pocas semanas cuando misiles estadounidenses detonaron en Irán.
¿Estamos simplemente utilizando la neutralidad como una cobertura que nos permite escapar de las complejas preguntas morales y diplomáticas asociadas con la guerra? Esta es una acusación justa que podría surgir de grupos que, sin importar dónde yacen sus lealtades, pueden no obstante estar incuestionablemente preocupados con los desarrollos o resultados de conflictos armados. Se nos recuerda que independientemente del conflicto, muchas vidas yacen a ambos lados de la ecuación y la neutralidad puede ser lo que nos impide lidiar francamente con este hecho.
Sin embargo, sería deshonesto afirmar que esta narrativa nacional, en la medida que es informada por el pacifismo institucional, no nos ha llevado a ningún lugar. Dónde exactamente nos ha llevado puede ser desconocido para muchos costarricenses, pero los efectos de la neutralidad de Costa Rica han reverberado a través de todo el subcontinente. Esto es debido a que la neutralidad le permite a un país la capacidad única de servir como un árbitro, un mediador en negociar la paz en una escena tumultuosa políticamente.
Más allá de esto, la no alineación ante conflictos armados permite a Costa Rica, y a muchas otras naciones pacíficas, ir más allá de asegurar la carencia de violencia para promover la cultivación de ideales como justicia, paz y derechos humanos. Esto es a lo que la neutralidad “activa” de Costa Rica se compromete.
Es más expresamente conocido que Costa Rica no mantiene un componente militar. Uno podría caer en la suposición de que la falta de fuerzas armadas está diametralmente asociada con un estado de neutralidad. Sin embargo, a través del mundo, jurisdicciones definen neutralidad en sus propios términos. Es posible para un país tener ejército y aun aferrarse a un principio de neutralidad, como lo hace Suecia. De la misma manera, Islandia puede compartir con Costa Rica el atributo de no tener ejército y sin embargo no tiene un discurso de neutralidad como el costarricense.
La distinción de la neutralidad de Costa Rica es entonces evidenciada por este hecho. La habilidad de Suiza y de Japón de mantenerse neutrales radica en su capacidad para defender la autonomía de sus principios de imparcialidad. Sin embargo, de acuerdo con la proclama de Luis Alberto Monge del 83 el país no puede usar fuerzas armadas para defender y mantener esta misma neutralidad. El país debe depender del cuerpo de leyes internacionales y de la acción colectiva para disuadir a cualquier agresor.
De la Proclama presidencial sobre la neutralidad perpetua, activa y no armada de Costa Rica firmada por Monge: “Nos comprometemos a no iniciar ninguna guerra; a no hacer uso de la fuerza, incluyendo cualquier amenaza o represalia militar; a no participar en una guerra entre terceros Estados; a defender efectivamente nuestra neutralidad e independencia con todos los recursos materiales, jurídicos, políticos y morales posibles; y a practicar una política exterior de neutralidad a fin de no involucramos real o aparentemente en ningún conflicto bélico”.
Por lo tanto, la neutralidad de Costa Rica se basa en la suposición de que todas las luces diplomáticas se pondrán verdes y que ante la agresión, el país será capaz de reunir rápidamente el apoyo que necesita para defenderse.
Algunos pueden protestar que en un mundo que parece desasociarse una elección y un referéndum a la vez, es impracticable y un poco cómico el depender solamente de la buena voluntad de otras naciones; que todas las promesas se cumplirán y que los ideales de defender a aquellos que no pueden por sí mismos se mantendrán verdaderos.
Pero en última instancia, esta es una extrapolación que nosotros que vivimos o hemos vivido en Costa Rica tenemos que asumir. Pesa mucho en nuestro tipo que habitamos un estado quimérico, una ilusión donde los ideales de neutralidad y paz son perseguidos pero no pueden ser sostenidos por nuestro propio acuerdo. Sin embargo, la neutralidad en el sentido costarricense es una promesa que no puede ser revocada. No porque la Asamblea Legislativa no pueda acordarlo o porque nuestra reputación internacional sea alterada, sino porque el principio de paz ha sido martillado tan profundamente en nuestros cerebros que entrometerse con este crearía una disrupción irreparable. Despertaríamos una mañana en bancarrota y nos daríamos cuenta, al entrar en contacto con nuestros santuarios sagrados, que no podemos leer la historia que se nos había sido atribuida, aquella que hacía de este país el nuestro.
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