En días pasados la Presidencia de la República emitió un comunicado de prensa con ocasión de la reunión sostenida con varios jerarcas para discutir el preocupante aumento en la criminalidad, en el cual lejos de ofrecer verdaderas soluciones al problema, se lanza un lamentable ataque frontal a la independencia judicial y a las garantías procesales, las cuales no tienen la más mínima relación con el aumento de la delincuencia.

Se afirma en el comunicado que se van a “limitar las competencias y la discrecionalidad de los jueces de ser tan benevolentes y hacer lo que les da la gana, para que apliquen lo que el pueblo quiere que es mano firme contra los criminales”. De seguido a esas manifestaciones se anunció que se estaba presionando para lograr la aprobación del proyecto de ley 23.692 que pretende incluir, entre otras cosas, una causal adicional de prisión preventiva por “peligrosidad para la sociedad”.

Dichas manifestaciones desde el seno del Poder Ejecutivo son sumamente graves y no deben pasar desapercibidas, ya que constituyen una verdadera amenaza a la división de poderes, la independencia judicial y al Estado de Derecho. Así, en una democracia los jueces son llamados a responder únicamente a la Constitución y a la ley, por lo que ni el presidente, ni el Poder Ejecutivo, ni el clamor popular tienen ninguna potestad de limitar o dirigir el actuar judicial, y realizar una manifestación sensacionalista y vacía como esta no solo engaña a los costarricenses, sino que denota un irrespeto absoluto hacia la función judicial y envía un preocupante mensaje autoritario. El día en que un juez tome en consideración para resolver los caprichos presidenciales o la opinión popular, es el día en que deja de aplicar el Derecho, y por ende deja de ser juez.

Asimismo, resolver respetando las garantías fundamentales no es “benevolencia” ni “alcahuetería”, ni es opcional, sino nada menos que el mandato constitucional que todo juzgador esta obligado a cumplir para contener las arbitrariedades y abusos de poder. Esas garantías no son “de los delincuentes”, sino las que todos nosotros disfrutamos a diario. Las mismas que nos permiten transitar libremente por el territorio nacional sin ser sometidos a detenciones antojadizas o infundadas o procesos kafkianos, y las mismas que sin duda alguna el señor presidente -o cualquier otro ciudadano- exigiría que le fueran respetadas el día de mañana si llega a tener que defenderse como imputado en alguna de causa judicial, de lo cual ninguno de nosotros es inmune.

Por su parte, el criterio de “peligrosidad social” ha sido históricamente utilizado en sistemas fascistas para justificar toda clase de abusos estatales y privaciones de libertad surgidas por razones meramente ideológicas, prejuicios culturales, xenofobia, etc.

Es un concepto propio de un derecho penal “de autor” de corte autoritario que castiga a quien se considera enemigo por lo que se es o se aparenta ser, no por lo que se hace.  Precisamente el régimen nazi utilizó y difundió ampliamente este criterio de “peligro para la sociedad” para justificar la detención y exterminio de millones de judíos. Desde entonces ha sido claro que ese tipo de conceptos altamente subjetivos y sin valor científico alguno son propios de sistemas totalitarios, y por ende inadmisibles en cualquier democracia real.

Una vez más la “receta salvadora” que nos ofrecen contra el aumento del delito radica exclusivamente en endurecer leyes y aplicar mano dura. Esa ha sido la misma respuesta simplista y unidimensional que se ha dado sin éxito alguno cada vez que ha aumentado la delincuencia en los últimos 30 años. La criminalidad es un fenómeno complejo y multi-factorial, que no se soluciona reformando o endureciendo el proceso penal, porque, guste o no, sus causas no están ahí y las respuestas no pasan por las normas o las garantías procesales, sino por un abordaje integral de prevención e inversión en los distintos ámbitos sociales (seguridad, educación empleo, brecha social, desigualdad, etc.).

Todos queremos una solución contra el alza de violencia que vivimos en las calles, pero si algo es seguro es que el abordaje meramente cosmético de siempre —consistente en reformar y endurecer las normas penales no se va a traducir en ninguna mejoría— así como no la ha tenido en las últimas tres décadas en que se ha intentado esa misma fórmula vacía-, y lejos de eso, solo llevará a  socavar garantías fundamentales y a que perdamos un poco más el Estado de Derecho, mientras la delincuencia continúa aumentando por no haber atacado sus causas reales responsablemente. Por eso debemos tener cuidado con este tipo de “soluciones” populistas, añejas, recicladas y sin el más mínimo rigor técnico. No vaya a ser que la supuesta medicina termine siendo más grave que la enfermedad.

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