Los recientes altercados ocurridos en las principales instituciones políticas brasileñas nos evidencian una vez más, tal como ocurrió hace dos años en el Capitolio, que el voto popular y su sistema democrático vive, como mínimo, tiempos de incertidumbre. La negación —o el no reconocimiento— de unos resultados democráticos se ha convertido en un escenario cada vez más usual en las democracias occidentales. Lo hemos visto recientemente en Brasil, donde miles de partidarios de Bolsonaro asaltaron el Congreso, la Presidencia y el Tribunal Supremo, exigiendo una intervención militar para destituir a Lula da Silva de la presidencia.
Bolsonaro, que se encuentra vacacionando en Florida desde el pasado mes de diciembre, dio una tímida condena al asalto, en la que primeramente enfatiza la importancia del derecho a manifestarse para luego señalar que “las invasiones de edificios públicos escapan de la regla”, no alejan las sospechas de su posible implicación en las movilizaciones. Cabe recordar que su salida del país vino acompañada de su rechazo a investir y colocarle la banda presidencial a Lula.
Su partido político, el Partido Liberal (PL) no tardó mucho en condenar el asalto. Aunque también ha tratado de desvincular a Bolsonaro de la invasión, a pesar de que primeramente elogió las protestas golpistas ante los cuarteles, un doble discurso que recuerda al de Bolsonaro y al relato asociado al asalto del Capitolio en cuanto a la construcción de una narrativa que condena tímidamente un golpe a la democracia, pero que utiliza teorías de la conspiración para sembrar dudas sobre el sistema democrático.
El discurso de los partidarios de Bolsonaro y su negación al sistema democrático tiene una clara implicación entre lo que se puede entender como la disputa entre las emociones versus la racionalidad, en cuanto al ejercicio del voto ante una tendencia política. Dicha disputa se entiende sobre el ejemplo de que apoyar a una fuerza política recae principalmente en una decisión emocional.
Este escenario ha sido muy bien manejado por la ultraderecha para captar adeptos entre el gran descontento generalizado ante los partidos políticos tradicionales. Brasil no huye de este escenario. El ejemplo también lo encontramos en Europa, donde la ultraderecha ha logrado captar de forma hábil a votantes de clase baja a través de la activación de diversas emociones con el objetivo de replantear las posiciones del electorado. Con ello el sentido racional de un voto emitido por un trabajador humilde o un desempleado a un partido de extrema derecha carece de sentido racional.
Ahora bien, la implicación de elementos emocionales, sobre los racionales, viene auspiciado por otros discursos en caso de que el sistema democrático falle ante un escenario fallido o derrota electoral. He aquí donde las teorías de conspiración auspiciadas por mentiras sin fundamento corren como el agua entre los partidarios de una fuerza política derrotada. Cualquier escenario o planteamiento que contradiga la derrota es bienvenida. La alimentación de un discurso divisorio entre aquellos que quieren salvar el país de los otros crece. La realidad objetiva desaparece. Con ello el discurso emocional ha derrotado al racional. Y en ese preciso momento las teorías de la conspiración se han apropiado de las emociones frente al sentido racional. Brasil no ha sido la excepción y seguramente tampoco será el último.
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