El mito del diálogo como base de nuestras “conquistas sociales” no resiste el más mínimo análisis.
Por décadas, Costa Rica se ha contado a sí misma un cuento cómodo: que los cambios en el país —especialmente las llamadas conquistas sociales— se lograron por medio del diálogo. Que aquí no hubo conflictos, sino acuerdos. Que somos una sociedad que se sienta a conversar antes de pelear.
Sin embargo, esa narrativa se sostiene solo si uno decide ignorar lo que realmente pasa cada vez que se plantea cambiar algo que beneficie al país o que implique aceptar que el modelo se agotó.
Privilegios disfrazados
Desde hace medio siglo, al menos, cada intento de reforma, por más necesario que sea, ha sido torpedeado por quienes se sienten dueños del sistema. Cada vez que un sindicato proponía algo irracional —ya fuera en Recope, el MEP, la CCSS o los puertos— y algún jerarca institucional se atrevía a oponerse, venía el chantaje: bloqueos, huelgas, servicios paralizados y un país de rodillas.
No se trataba entonces de diálogo: aquello era un secuestro. Y lo peor de todo es que funcionaba. Porque al final –hasta que llegó la Ley de Huelgas– no solo se cedía a las imposiciones gremiales, sino que se les pagaban los salarios caídos y no se tomaba ninguna represalia contra los cabecillas del despropósito de que se tratara.
Fue así como se sembraron privilegios de todo tipo en el sector público: vacaciones eternas, incapacidades pagadas al 100%, aumentos automáticos por antigüedad y sistemas donde se defienden los derechos, pero no se le exige a nadie el cumplimiento de los deberes. Donde no hay evaluación ni consecuencias. Donde el ciudadano que financia ese sector público no tiene voz ni voto.
En los últimos 30 años, las únicas reformas estructurales reales que se han logrado han sido la apertura de los seguros y de la telefonía… y eso porque fueron impuestas desde afuera. No fueron resultado del diálogo nacional, sino de una presión externa que obligó al país a moverse en ese sentido. Todo lo demás ha sido cosmético. ¿Por qué? Porque cuando el cambio amenazaba los intereses de algún grupo de poder, las mesas se levantaban, las calles se cerraban y el diálogo se convertía en amenaza.
Todo esto, claro, se vendía bajo la ilusión de que aquí se “dialogaba” para obtener acuerdos. Pero el diálogo que ocurre bajo presión no es diálogo: es imposición. Un disfraz elegante para un violento mecanismo de poder.
Del otro lado, las cámaras empresariales no se quedaban atrás. También negociaban por sus intereses. No en la calle, sino en salones cerrados. Pactos, exoneraciones, contratos, concesiones… todo debajo de la mesa y sin rendición de cuentas. Mientras el ciudadano común trabajaba, pagaba impuestos y asumía los recortes, algunos sectores garantizaban su tajada sin que nadie los interpelara.
Esta era la doble cara del “diálogo”: uno entre cúpulas (gremiales o empresariales) que nunca incluía a quienes sostenían el sistema con su cotidiano esfuerzo.
El engranaje político
Pero hubo otro actor que ayudó a engrasar esa perversa maquinaria: la clase política. Durante el bipartidismo, Liberación y la Unidad se repartían el poder en una coreografía perfectamente coordinada. Era más fácil “dialogar” porque todos sabían el rol que les tocaba jugar. Los nombramientos, las decisiones presupuestarias, las leyes… todo pasaba por un acuerdo tácito donde nadie pateaba el tablero.
Así eran las cosas hasta que llegó un tercer jugador: el PAC. Pero resultó que este no vino a arreglar el sistema, sino a sustituir a quienes se beneficiaban de él. Cambiaron los beneficiarios, pues, no las reglas. Y ahí se rompió la armonía. La lucha ya no era por el país, sino por ver quién se quedaba con qué. Y henos aquí: con un país en llamas, víctima de los enfoques sectoriales, donde cada quien defiende su metro cuadrado y la visión país está completamente ausente de la discusión.
Porque no es que haya faltado diálogo; pues mesas de diálogo es lo que ha sobrado. Procesos de concertación. Comisiones de alto nivel. Grupos multisectoriales. Informes. Foros. Encuentros. Pero en más de 30 años, no se ha logrado una sola transformación estructural real. ¿Por qué? Porque las élites –sean universitarias, empresariales, sindicales, políticas o técnicas– no han querido ceder. Se han dedicado a proteger sus privilegios a toda costa. Cualquier intento de reforma se traba, se diluye, se posterga. Y mientras tanto, el país se estanca y peor: se empobrece.
Hoy tenemos partidos que no compiten por ideas ni propuestas estructurales, sino por cuotas de poder. Son 141 puestos que se reparten cada dos años, 57 en las elecciones presidenciales y 84 en las municipales. Y en ese lapso todo se detiene. El país entra en pausa. Las decisiones se postergan. La planificación desaparece. Y mientras tanto, la ciudadanía observa, frustrada, como los problemas se acumulan y nadie parece dispuesto a asumir el costo político de resolverlos.
Diálogo de verdad
No obstante, gracias a las redes sociales y al creciente clamor ciudadano por transparencia, muchas de estas dinámicas se han hecho visibles. La gente empieza a cuestionar, a exigir, a decir “basta”. Pero aún queda un largo camino por recorrer. Aunque existe una Ley de Transparencia, la mayoría de las instituciones no la cumple. Y sin acceso a los datos, sin información clara y oportuna, el ciudadano sigue en desventaja. Sigue pagando la fiesta sin saber ni quién la organiza ni en qué se gastan los fondos.
Es hora, entonces, de quitarse el velo. El mito del diálogo como base de nuestras “conquistas sociales” no resiste el más mínimo análisis. Lo que hubo fue imposición, cálculo político, distribución de privilegios y una ciudadanía siempre excluida del proceso. Si de verdad queremos rescatar el valor del diálogo, hace falta voluntad. Pero, sobre todo, hace falta honestidad histórica.
Las élites sindicales, políticas, universitarias y empresariales que se beneficiaron de este modelo deben reconocer que muchos de esos derechos no fueron ganados, fueron tomados. Que no se construyeron con diálogo, sino con presión, extorsión y favores cruzados. Y que, si queremos un nuevo pacto social, ese pacto debe basarse en el compromiso, la transparencia y el sacrificio compartido.
Primero debe reconocerse que el diálogo real no es entre élites. Es entre iguales. Que no empieza exigiendo, sino escuchando. Y que no se sostiene en privilegios, sino en principios. Porque el modelo del diálogo velado ya se agotó, y esta vez el país ya no está dispuesto a pagar la cuenta sin saber cuál plato del menú se ordenó.
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