Para ganarle a un matón, hace falta otro matón”.

La frase suena en la calle, en programas de radio y entre quienes opinan de política. Se repite como si fuera una ley no escrita del poder, la misma que autoriza a ser brutal en nombre de la justicia. El matonismo propio se presenta como defensa frente al ajeno. Se convierte en excusa para la prepotencia, para la polarización y para el grito.

En los últimos años, la política global parece rendida al estilo del empujón, la amenaza, el insulto medido por clics y decibeles. En América Latina se sabe bien: los que gritan más fuerte ganan. El que pone apodos arrasa en redes. El que rompe todo, conquista. El que simplifica, triunfa.

Lo paradójico es que ese modelo, que en teoría surge “contra el sistema”, ha terminado por convertirse en el nuevo sentido común. Ahora algunos que se dicen moderados o institucionales buscan adoptar sus formas. Como si no hubiera alternativa. Como si solo se pudiera responder con más de lo mismo.

En abril de 2025, Canadá fue a elecciones federales tras un gobierno liberal desgastado. Justin Trudeau, que había iniciado con un liderazgo distinto, ya no generaba entusiasmo. El Partido Conservador avanzaba con discurso populista, antivacunas y teorías del resentimiento.

Sin recurrir al grito, Mark Carney lideró una campaña firme y sobria. Cuando Trump sugirió convertir a Canadá en el “estado 51” de Estados Unidos, Carney respondió:

Estados Unidos quiere nuestra tierra, nuestros recursos, nuestra agua, nuestro país. Eso nunca sucederá”.

El Partido Liberal obtuvo 168 escaños frente a 144 de los conservadores. La tecnocracia ganó sin imitar al matón.

A finales de junio de este mismo año, en Nueva York, Zohran Mamdani —nacido en Uganda, musulmán, socialista, miembro de la Asamblea del Estado— ganó las internas demócratas a la alcaldía de la ciudad. Tocó un millón de puertas, sin trajes costosos ni promesas huecas. Habló claro y eligió el coraje. Habló de Palestina, aunque era evidentemente arriesgado. Fue coherente con su ser y sus ideas.

Mamdani caminó, escuchó, se subió al metro, habló de alquiler y transporte con quien quisiera oírlo. Se mostró vulnerable, sin disfraz. No quiso parecer fuerte: quiso ser claro. Puso en el debate los tres temas prioritarios para los neoyorquinos: vivienda, costo de la vida y transporte.

Trump, por supuesto, reaccionó y dijo —sin pruebas— que “muchos creen que está en el país de forma ilegal”. Mamdani no devolvió el golpe. Dijo simplemente: “Hay gente que dice que hace falta un matón para derrotar a otro matón, pero no es así”. Y lo está demostrando.

Frente a estos gestos, es inevitable pensar en Kamala Harris. Es joven, de origen indio y jamaiquino, con un liderazgo aparentemente distinto al tradicional. Pero no logró encarnar una alternativa creíble a Trump. Era continuismo de la política gastada. Tal vez porque se quedó atrapada en el lenguaje del establishment, que suena bien pero no se traduce en soluciones ni resuelve el día a día. Se centró en hablar contra Trump, en decir que sabía cómo lidiar con delincuentes, en defender la democracia y las instituciones: conceptos abstractos. No bajó al detalle. No incomodó a nadie. Cuando se le pidió que fuera “la próxima”, aceptó el rol sin salirse del guion. Un guion gastado.

Estados Unidos suele marcar el ritmo simbólico de la política continental. Lo hizo con Obama y su estética de redención y redes sociales. Lo hizo con Trump y su teatralización del matonismo. Hoy, de nuevo, nos pone frente a una disyuntiva: ¿vamos a seguir exportando el modelo del caudillo gritón como única vía de liderazgo? ¿O podemos mirar con seriedad a quienes construyen poder sin copiar las formas del matón?

En América Latina, la figura del matón dejó de ser excepción para convertirse en norma. Bukele arrasa con la división de poderes y se burla de los jueces como si fueran títeres suyos. Milei insulta adversarios en televisión y persigue con listas negras a periodistas críticos. Bolsonaro no solo avaló intentos golpistas, sino que los promovió abiertamente. Rodrigo Chaves convirtió el poder ejecutivo en una tarima de campaña permanente, donde el enemigo siempre es otro. Y Abascal, aunque desde España, lleva años alimentando el odio xenófobo a punta de micrófono, incluso sin estar en el gobierno.

Todos siguen una fórmula conocida: crear enemigos, incendiar las redes, insultar con gracia, despreciar la deliberación, reinar en el caos. Y sí, ganan. Pero a costa de algo. A costa del lenguaje, de los acuerdos mínimos, de la vida común. El matón no necesita razones: necesita miedo. Y el miedo es contagioso.

Por eso lo que propone Mamdani no es solo una estrategia de campaña. Es otra forma de habitar lo político. Se puede construir poder desde la escucha, desde la calle, desde la ternura, incluso. Sí: ternura en política. Suena extraño. Pero es eso. Una disposición a no saberlo todo, a no fingir seguridad constante, a reconocer que la fuerza también puede venir de la colectividad, de la palabra compartida, de la duda bien dicha. Es otra forma de disputar el poder. Sin parecerse al bully, sin usar sus armas.

“Un matón saca a otro matón”, repiten muchos. Pero no. No siempre. No necesariamente. La historia reciente empieza a mostrar fisuras en esa lógica. Aunque no sean mayoría todavía, ni puedan generalizarse, esas grietas permiten imaginar otra cosa. Un futuro no definido por el volumen del grito, sino por la claridad de las ideas. No gobernado por el más agresivo, sino por el más comprometido. Una política de la colaboración, de lo colectivo.

¿Y qué tal si no necesitáramos buscarlo fuera? ¿Y si aquí mismo ya hubiera alguien con esa mezcla extraña de coraje, claridad y ternura? ¿Un liderazgo que no rompe para gobernar, sino que construye para servir? Tal vez no es una utopía. Tal vez ya está entre nosotros.

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