Mi primera campaña electoral fue, cuanto menos, desconcertante: muchas cosas sucedían una y otra vez, de forma caótica y sin aparente lógica. Las ideas aparecían y desaparecían tan rápido que me resultaba difícil seguir el ritmo. Para mantenerme al día, intenté ponerme al corriente con los planes de gobierno; sin embargo, las discusiones electorales a menudo ni siquiera los abordaban. En un momento llegué a pensar que el problema era mío, que quizás no estaba haciendo el esfuerzo suficiente para comprender lo que ocurría y, por ende, estaba fallándole a mi voto informado y responsable. Pero la verdad es que nada de eso fue culpa mía: simplemente fui una víctima de la democracia de clics.

La democracia de clics se basa en la inmediatez por encima del análisis profundo. Las candidaturas buscan más “pegar” un video viral que difundir propuestas sólidas sobre temas estructurales como la educación, la salud o el medio ambiente. Así, nos enfrentamos a un escenario desalentador: los votos terminan yendo a quienes logran hacerse famosos mediante titulares sensacionalistas y apelar directamente a las emociones de la ciudadanía, más que por la calidad de sus ideas.

¿Cuáles son los problemas de la democracia de clics?

La tiranía de la inmediatez. La velocidad con la que circula la información digital impone una lógica despiadada: se crean “verdades instantáneas” antes de que los hechos puedan ser verificados. Esta dinámica anula el derecho a réplica; cuando llega una aclaración, el impacto inicial ya ha pasado, el daño está hecho y el interés del público se ha desvanecido. Para lograr ese efecto se recurre a herramientas conocidas: cortes de video editados, frases sacadas de contexto, encuestas flash mal interpretadas. Todo está diseñado para provocar una reacción emocional inmediata. Además, por la forma en que operan los algoritmos, la rectificación difícilmente alcanza al mismo público que recibió la falsedad inicial. En muchos casos, esa primera impresión se consolida como una verdad inamovible.

La política como espectáculo: El escándalo sustituye al razonamiento, y los temas estructurales —como la educación, la salud, la seguridad o el medio ambiente— son marginados por completo. En su lugar, predominan las polémicas artificiales, los ataques personales y los recursos dramáticos que capturan más fácilmente la atención del público. Las personas candidatas ya no compiten por ideas, sino por visibilidad. Lo que se premia no es la propuesta sólida, sino el momento viral. La campaña se vuelve un show y, con ello, la política pierde su significado: transformar la realidad para bien.

El votante y la decisión superficial. En este contexto, las ciudadanía deja de elegir entre proyectos programáticos y pasa a decidir entre impresiones rápidas y emociones momentáneas. La elección se basa en la percepción generada por el espectáculo, no en un análisis racional de las políticas que realmente afectan su vida. Como resultado, los planes de gobierno pierden toda relevancia. La política se vuelve reactiva, no propositiva: ya no se construyen ideas estructuradas, sino respuestas inmediatas al último escándalo. La deliberación democrática es reemplazada por una lógica de antítesis constante: todo se resume en estar a favor o en contra, sin espacio para los matices ni para el pensamiento complejo.

¿Cómo se soluciona esto?

El debate digital requiere nuevas reglas. Es crucial establecer una frontera legal clara entre la crítica política válida y las campañas de desprestigio basadas en falsedades. La libertad de expresión no debe amparar la difamación estructurada. Los partidos deben ser responsables del contenido que difunden para asegurar una contienda de ideas, no de ataques.

Reformar los tiempos de respuesta y rectificación en campañas. La velocidad viral de la desinformación exige una justicia electoral igualmente rápida. Se deben crear mecanismos legales ágiles que permitan ordenar la corrección o eliminación de contenido falso en cuestión de horas, no de días, para neutralizar su impacto antes de que sea irreversible.

Fortalecer la alfabetización digital y el derecho a una información electoral veraz. La defensa más efectiva contra la manipulación es una ciudadanía crítica. Invertir en la educación digital, mediática y cívica de la población es crucial para que cada persona pueda discernir entre información fiable y propaganda, ejerciendo así su derecho a un voto informado.

Regular el uso de IA y bots que impulsan masivamente contenidos sin control humano. La tecnología no puede operar sin ética ni ley en la política. Es urgente legislar para prohibir el uso de ejércitos de bots que simulan apoyo popular y exigir una transparencia total, mediante etiquetas claras, sobre todo contenido político generado o alterado con Inteligencia Artificial.

Mejorar la técnica legislativa. probablemente el punto más difícil e importante, ya que, sin una buena técnica para crear leyes nos será imposible realizar de forma apropiada los puntos anteriores: los diputados son cruciales, pero deben de ser más responsables con lo que hacen.

Los avances tecnológicos han provocado transformaciones profundas en nuestra sociedad. La forma en que entendíamos la política, la información y la participación ciudadana ya no es la misma, y eso exige una respuesta urgente tanto del ordenamiento jurídico costarricense como del sistema educativo.

Si no se realizan las reformas necesarias, nuestra democracia enfrentará riesgos serios (si es que no los enfrenta ahora), porque estas medidas no pueden pensarse para las elecciones de 2030: debieron haberse previsto, como tarde, para las del 2022.

Sin embargo, nuestra tan amada madre patria avanza con lentitud cuando se trata de actualizar legislación sustantiva. Mientras tanto, se priorizan debates simbólicos: nuevos símbolos nacionales, benemeritazgos, ciudadanías de honor. No digo que carezcan de valor, pero no son urgentes. En este momento de la historia, son una distracción frente a los desafíos estructurales que realmente definen el rumbo democrático del país.

Finalmente, cabe mencionar que la defensa de la democracia requiere una ciudadanía activa y vigilante en el día a día; una que no solo aprenda a discernir la información veraz, sino que también exija a los partidos políticos y a los legisladores que traten la desinformación y la manipulación digital como la amenaza estructural que realmente es.

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