En la actualidad, el espectro del autoritarismo se ha instalado cautelosamente entre las democracias del mundo y, particularmente, de Centroamérica, donde resurgen tendencias reminiscentes de pasados sangrientos y políticamente inestables vividos previo a la década de 1990. La región, un mosaico político de dictaduras, democracias y regímenes híbridos, vive actualmente procesos de autocratización que han llevado al deterioro de la división de poderes y la institucionalidad democrática en favor de líderes fuertes, carismáticos y de mano dura.

Incluso la ‘‘pacífica’’  Costa Rica, única democracia plena de Centroamérica y el Caribe según la EIU, no escapa a esta tendencia subversiva: el país experimenta, hacia el primer cuarto del siglo XXI, preocupantes e inéditos desafíos a la legitimidad de su sistema político y de sus instituciones. Se ha atestiguado en los últimos tres años una abrupta aparición discursos antidemocráticos y anti-institucionales cada vez más autoritarios, que son ahora promulgados desde los más altos estratos del poder político, particularmente por el Ejecutivo y su gabinete de ministros, que buscan erosionar los contrapesos institucionales clave de la democracia en favor de una mayor concentración de poderes en la figura del presidente.

En Costa Rica impera actualmente un escenario político altamente conflictivo, marcado por una intensa campaña de desprestigio y deslegitimación emprendida por Rodrigo Chaves hacia las instituciones de la democracia costarricense desde sus conferencias de prensa y otros espacios mediáticos difundidos desde Zapote hacia el resto del país. Como bien se ha demostrado desde el Programa Análisis de Coyuntura de la Sociedad Costarricense, en el 2025 se observa una agudización de esta retahíla de ataques dirigida desde el Ejecutivo hacia otras instituciones del Estado que ha alcanzado niveles no vistos en la historia nacional.

En relación con la Asamblea Legislativa, los ataques del presidente se han desplazado de las conferencias de prensa (del ‘‘megáfono’’ en palabras del Programa Estado de la Nación) a los vetos presidenciales, que se han vuelto uno de los mecanismos confrontación más frecuentes del presidente hacia el congreso: entre febrero y mayo de 2025 se emitieron más vetos totales que en todo 2022, anteriormente el año con más vetos en su administración. En lo que concierne al Poder Judicial, las tensiones también desbordaron los ataques verbales y trascendieron a las calles, como bien lo ejemplifica la inédita marcha dirigida por Rodrigo Chaves en contra de la Fiscalía, algo nunca antes visto en la historia democrática de la Segunda República.

Esta confrontación se enmarca en una coyuntura crecientemente favorable para los populismos y los líderes antisistema, particularmente debido a un fuerte deterioro la legitimidad del sistema de partidos políticos costarricense y de la Asamblea como instituciones representativas, siendo que según el Latinobarómetro 2024 solo un 15% de la población confía en los partidos políticos y apenas un 25% en la Asamblea, mientras que un 80% aseguró no sentirse representado por esta entidad legislativa.

Aunado a lo anterior, de acuerdo con el CIEP-UCR, apenas un 13% de la población vota por partidos políticos. En consecuencia, la fuerte disyuntiva entre el presidente y los otros poderes es sintomática de un fuerte deterioro democrático, caracterizado por una marcada ausencia de credibilidad en los partidos y el auge de figuras políticas personales, caudillos, quienes acaudalan ahora el apoyo popular.

En este caso, Rodrigo Chaves, figura carismática y con un importante respaldo personalista, busca canalizar apoyo ciudadano por medio de una apuesta política por la confrontación hacia el Estado de Derecho, la institucionalidad democrática y la sociedad civil, amedrentando periodistas y medios de comunicación, atacando violentamente a la oposición política, cuestionando la imparcialidad del Tribunal Supremo de Elecciones, descredibilizando y liderando marchas contra el Poder Judicial y buscando evadir el control constitucional, fiscal y legal de diversas instituciones como la Sala Constitucional, la Contraloría y la Asamblea, acciones muy similares a las ya emprendidas por autócratas como Nayib Bukele.

El mayor de los riesgos es justamente que Rodrigo Chaves busca extender sus potestades constitucionales y eludir el controles de otras instituciones amparándose en una narrativa mesiánica acerca de la lucha ‘‘patriótica’’ contra las élites, los ‘‘filibusteros’’ infiltrados en los otros poderes y la defensa del ‘‘pueblo’’ (en singular), en cuyo nombre el presidente fustiga a la prensa crítica y a los opositores en el plenario como si fuesen enemigos malintencionados del país. Esta estrategia del presidente Chaves goza, peligrosamente, de una alta popularidad: de acuerdo con el IDESPO, a inicios de 2025 una importante mayoría de la población apoyaba los ataques y cuestionamientos del presidente hacia la Asamblea y el Poder Judicial.

De esta forma, es válido hacerse una pregunta: ¿es esto una amenaza real para la longeva, altamente institucionalizada e históricamente estable democracia costarricense? La respuesta sin duda no es fácil. Democracias más jóvenes y frágiles como las de Nicaragua y (más recientemente) El Salvador muestran ejemplos de autocratización severos, en los que líderes democráticamente electos atentaron sistemáticamente contra el Estado de Derecho y desmantelaron (o tomaron) su institucionalidad. Si algo nos enseñan estas ahora fallecidas democracias centroamericanas es que la democracia es reversible en todo momento y que tiranos – incluso aquellos democráticamente electos –  pueden apropiarse de las instituciones del Estado ante la atónita – o complaciente – mirada de la ciudadanía.

La progresiva – y sigilosa – subversión de la democracia acontece cuando caudillos y populistas intentan deshacerse de todos los contrapesos legales, fiscales y constitucionales para concentrar más poder en su figura, vendiéndose ante la ciudadanía como detentores de recetas mágicas y prometiendo políticas de mano dura a cambio de librarse de controles de otras instancias políticas e institucionales. Nuestros vecinos centroamericanos nos han demostrado cuán fácilmente se puede cambiar democracia por seguridad, institucionalidad por mano dura, manteniendo altos niveles de popularidad. La democracia ha dejado de ser popular.

Vale entonces hacernos otra pregunta: ¿qué tan dispuestos estamos, como ciudadanos, a dejarnos persuadir por líderes carismáticos que nos dan espejitos a cambio del oro?

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