En los últimos tiempos leemos y escuchamos cada vez con más frecuencia, a quienes más allá de replantear la necesaria y oportuna reforma del aparato estatal, dirigen sus descontentos contra el Estado como si se tratara de un mal en sí mismo.

Nada más peligroso. Lo anterior, por cuanto es válido plantear discusiones que nos lleven a tomar decisiones sobre el tamaño del Estado, sus funciones prioritarias, la eficiencia y eficacia con la que se desempeña dentro de las funciones que le son asignadas y, otro aspecto, es señalarlo como al enemigo que hay que destruir bajo falsas premisas de libertad y competitividad.

Lo peor es que estos discursos anti-Estado provienen, en su gran mayoría, de sectores que además son reacios a reconocer legítimos derechos humanos de la población, especialmente cuando de derechos laborales, sexuales, reproductivos y ambientales se trata.

Lo paradójico aquí es que son sectores que, bajo un discurso de mayores libertades, están dispuestos a atropellar conquistas y reivindicaciones sociales, abriendo lo que sin remedio sería un peligroso portillo para quien, desde una plataforma populista y autoritaria, prometa hacerse cargo de la sociedad sin mayores controles que los que le ha dado por unción la voluntad popular.

En una sociedad con un Estado en su mínima expresión ¿qué sucede con los sectores más vulnerables de la población como las personas con discapacidad, los adultos mayores, las comunidades indígenas, las personas por debajo de la línea de pobreza? ¿Quién reconoce o limita derechos? ¿Puede el Estado hacerse cargo de estas tareas o serán delegadas a “la mano invisible del mercado”, a un “líder” o un grupo?

En una sociedad donde lo que prima es el interés económico, además, se cae en el riesgo extremo de monetizar el costo del reconocimiento de derechos humanos equiparándolos a mercancías o rubros meramente presupuestarios de los cuales se puede prescindir como si se tratara de meros gastos y no, de inversiones sociales en seres humanos.

El Estado costarricense, en particular, ha sido diseñado desde hace casi dos siglos con un enfoque donde ha primado el interés general y la justicia social como principios rectores supremos que trascienden a los partidos políticos y los gobernantes de turno. Hemos ampliado y defendido un Estado solidario y esa característica no debería cambiar por la animadversión que sientan algunos que prefieren contar con una sociedad que regrese a eras menos civilizadas donde prime la ley del más fuerte.

Lo que sí debemos procurar es la madurez para sostener discusiones, asumir posiciones y tomar decisiones en materia de reforma del Estado, sin afectar sus principios rectores, pero procurando un uso más responsable de los recursos públicos en aras de garantizar la eficiencia y eficacia en sus acciones como merecemos todos sus habitantes.

Por ejemplo, avanzar en áreas como el cierre, venta o fusión de instituciones anacrónicas, reformas al empleo público, fortalecimiento de alianzas público-privadas, creación de clúster para la atracción de inversión extranjera directa, mejoras en la competitividad nacional apostándole a la innovación y la reforma curricular en carreras académicas y técnicas, simplificación de trámites y costos para el establecimiento de actividades económicas especialmente cuando estén enfocadas en nuevas tecnologías, mejoras en infraestructura vial, promoción de exportaciones, participación en cadenas globales de valor.

Todo esto, sin descuidar el esquema solidario público en materia de educación, salud, vivienda, seguridad, medio ambiente, atención y acompañamiento a poblaciones en riesgo social, entre muchas otras áreas donde el Estado debe estar presente con contundencia.

Aplicar mayores controles fiscales, mejoras en compras públicas, responsabilidad, planificación y visión país en la inversión estatal, deben ser prioridades que no riñen con la solidaridad del esquema ni nos lleva al extremo demoledor que pretende abolir el Estado condenándonos a la anarquía.

El Estado no es el enemigo. Lo que requerimos es voluntad, liderazgo, responsabilidad, visión a largo plazo y acción tanto desde los partidos políticos, como desde la academia, las cámaras empresariales, los sindicatos, los medios de comunicación, las organizaciones de la sociedad civil y demás actores políticos, porque el futuro de la Costa Rica de las próximas décadas debe construirse entre todos y sin dejar a nadie atrás.

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