Si nos propusiéramos definir el machismo, rápidamente, nos daríamos cuenta que es una tarea compleja porque no se trata de simples comparaciones binarias sino de experiencias, saberes y verdades que hemos adquirido a lo largo de nuestras vidas. Cada uno de nosotros tiene ejemplos de machismo, ya sea, que lo hayamos vivido o escuchado a través de una historia vecina. Sea de una forma u otra lo cierto es que el machismo vino a atravesar la identidad y esencia de hombres y mujeres.

El machismo históricamente ha difundido una supremacía del modelo ideal conocido popularmente como “macho alfa” y que presume de ciertas características que lo hacen particularmente apto para dominar: hombre blanco, heterosexual (ojalá mujeriego), de gran fuerza física e imponencia. Por supuesto que podríamos agregar muchas más características a la lista, pero lo que en este perfil se enmarca es el principio del infierno.

¿Infierno para quién?

Para empezar, la mujer es la figura que más ha sido afectada por el dominio del “macho alfa”. Se la ha atribuido características como la de ser sumisa, femenina, delicada, callada y con poca o nula participación en los aspectos importantes de la convivencia familiar. Asimismo, se le ha enseñado a asumir la culpa de los antojos y deseos no satisfechos de ese macho. Tanto hemos asimilado este fenómeno que se lo trasmitimos a nuestros hijas e hijos en conductas tan frecuentes que percibimos como normales.

Si bien es cierto, la educación resulta fundamental para cambiar los discursos e ideas que nos hemos “comido” por años lo cierto es que no es infalible. Me gustaría contar una anécdota para que podamos comprender de una mejor manera esta última afirmación.

Era febrero del 2017, hace un mes me había estrenado en la tercera década. Pensaba que ese cambio de edad marcaría de alguna forma mi seguridad y mi forma de ver la vida. En ese momento sacaba mi carrera en la UCR y corría desesperadamente por llegar a tiempo al bus de Barrio Escalante. Pero ese día hubo algo que me detuvo. Un hombre de mediana edad, grueso, piel blanca y mirada lasciva tocó mi brazo y dijo "Qué ricas tetas así se le mueven cuando coge". La frase no era nueva, de hecho, se la habían dicho a muchas amigas, pero esa vez fue a mí.

Me avergüenza decir que no hice nada, sólo sentí ganas de llorar, estaba asustada, fría, atemorizada. El tipo se echó una risa estrepitosa, orgulloso de su triunfo y se fue. Después de llorar de impotencia, pensé en el por qué de mi actitud. Y entonces concluí que 7 años de formación universitaria no habían podido competir con 23 años de crianza sumisa. Que no es lo mismo hablar de igualdad de géneros y sentirse orgulloso de creer en aquello si en la práctica todo sigue igual. Confirmé lo que recalqué antes de iniciar esta historia la educación es fundamental, pero no infalible.

Lamento decir que la historia de acoso contada líneas atrás es la más blanda que he tenido a lo largo de toda mi vida, pero me atreví a decirla porque aún con todo puedo escribirla y no ser una más de las que se perdieron sus vidas en el llanto de sus familiares.

Pero, ¿y los hombres?

Quisiera por ahora hacer un alto y explicar el título de mi artículo porque cuando hablo de todos también me refiero a los hombres. Sí, a aquellos que se les ha discriminado por no cumplir con las características deseadas. Aquellos que lloran, sienten y expresan.  O también a aquellos que aman a otros hombres, puesto que se salen de la “orbe de masculinidad ideal”. A los llamados “playos”, “locas”, “flores”, “amanerados” que se le ha impuesto una marca femenina porque eso implica inferioridad. A estos hombres el machismo también les marcó una penitencia ya fuera en forma de rechazo, maltrato o pormenorización de la propia estima. Se les quitó el privilegio de ser llamados hombres y se les colocó en el mismo rango de “esclavitud” a la que son sometidas las mujeres. Al respecto apunta William Foster:

Encadenados en estrechas relaciones de dominación y dependencia los hombres cuentan con sus mutuas obligaciones para consolidar el poder del patriarcado como único refugio social. El hombre que no cumple con sus obligaciones, no respeta la verticalidad del mando, queda fuera, des-socializado y proscripto”.

Es precisamente la supremacía machista la que ha inhibido los discursos avocados hacia una masculinidad saludable, a un rompimiento de la estructura tradicional y de las prácticas machistas que desembocan en algo macro como un sistema patriarcal.  En otras palabras, la magnificación del machismo es tan frecuente y de cierta forma tan imperceptible que cuando volteamos a ver a los lados estas prácticas nos están atravesando a todos.

¿Y ahora quién podrá defendernos?

La respuesta es simple, pero no por ello sencilla. La verdadera salvación se resume en dos palabras: participación ciudadana. La lucha contra el machismo no debe quedarse en la revictimización de los afectados, al contrario, debe enfocarse en formas de implementar la equidad de género en los diversos contextos. Se debe empezar por nuestros núcleos más inmediatos y de ahí pasar a las escuelas, comunidades y provincias. Debemos dejar de lado ese conformismo que caracteriza al tico y empezar a exigir un discurso práctico y no solo teórico.

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