Las manifestaciones de los últimos días, encabezadas por estudiantes de secundaria en distintas localidades, nos han mostrado un rostro del país que nos incomoda y al que una vez más queremos voltearle la cara.
En cuestión de horas, en medio de la preocupación ante una posible escalada de la conflictividad, varios medios de comunicación ya habían informado sobre las redes que se tejen detrás de la consigna estudiantil que clama la salida del ministro, es un esfuerzo por “desenmascarar” la agenda oculta detrás de la movilización.
Algunas personas encontraron en el supuesto de que grupos evangélicos y sindicales estuvieran motivando a los estudiantes, un insumo para reactivar el discurso reduccionista con el que explican la conflictividad que empaña a la pacifista Costa Rica: un grupo de ignorantes intenta desestabilizar el país.
Como si las elecciones anteriores no nos hubiesen encendido todas las señales de alerta, una vez más se insiste en apelar a una retórica elitista para explicar por qué las cosas van como van, por qué fuerzas neopentecostales tienen hoy mayores cuotas de poder y por qué un grupo cada vez más creciente de costarricenses apoya su agenda.
Una sociedad que se ha conformado con que más del 21% de su población viva en situación de pobreza, con que la desigualdad aumente significativamente desde hace más de una década (el Coeficiente de Gini lo muestra) y con que las asimetrías se ensanchen cada vez más entre quienes recogen la gloria del modelo de la globalización y los que no, ciertamente ha creado las condiciones para que los populismos y los fundamentalismos ganen adeptos.
El descontento ciudadano que se refleja en la caída del apoyo a la democracia y la pérdida de confianza en las instituciones, que registran estudios de cultura política como el Barómetro de las Américas, debieron haber sido un aliciente para caer en cuenta de la responsabilidad que el Estado, las agrupaciones políticas y nosotros mismos teníamos en el derrumbe del ideario igualitario que siempre nos cobijó (o eso creíamos).
Hoy estamos una vez más atacando a un grupo de la sociedad que ha vivido sistemáticamente la exclusión, el desamparo y nuestra propia indiferencia. Les exigimos que ejerzan un pensamiento crítico cuando han pasado por un modelo educativo que poco lo incentiva y cuando han vivido en carne propia las brechas educativas en infraestructura, acceso a tecnología y formación docente que existen entre las distintas zonas geográficas del país.
Nos indigna la influencia que tienen las iglesias sobre varios de los grupos contra los que hoy arremetemos, pero no nos preocupa en la misma magnitud que el Estado esté prácticamente ausente en estas localidades, que los partidos políticos hayan renunciado a tener presencia territorial y que la única oportunidad en la que volteemos la mirada hacia su realidad sea en coyuntura electoral, cuando decidimos articularnos para boicotear la posibilidad de que un fundamentalista llegue a Casa Presidencial.
Las iglesias se han ocupado de proveer recursos, de dar sentido de pertinencia y de escuchar las demandas de sectores para los que el modelo de desarrollo actual es una promesa incumplida. Hoy nos preocupan las noticias falsas, el adoctrinamiento y la amenaza que ciertos discursos representan para la convivencia democrática, pero no somos capaces de reconocer que nuestra arrogancia, nuestra visión valle centralista y nuestros sostenidos esfuerzos por invisibilizar el conflicto, propiciaron las condiciones para su desarrollo.
Eso que tanto nos preocupa es en parte producto de la desigualdad, que tiene un precio, y nos pasa la factura a todos.
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