Anoche soñé que Costa Rica decidía, por fin, tomarse en serio el problema en Crucitas. En un acto de pragmatismo radical, el gobierno firmaba un convenio con una potencia democrática amiga para que, durante un año, su ejército se apostara en toda la franja limítrofe con Nicaragua. Armados y entrenados, los soldados, con la potestad de limitar garantías individuales, impedían la entrada de coligalleros, bloqueaban asentamientos ilegales y resguardaban lo que quedaba de bosque.
Absurdo. Pero eso es precisamente lo que estamos viviendo. El artículo del The Observer retrata como está cambiando nuestro consenso verde. Parece que ya no creemos en la capacidad de nuestra institucionalidad para proteger el país. ¿Por qué no entonces abrazamos con entusiasmo nuestras contradicciones?
El oro se mueve por la frontera norte. Se extrae, se trafica, se lava. En la zona de Crucitas, los coligalleros van y vienen, la tierra se revuelca, el mercurio se escurre en los ríos y las autoridades, cuando llegan, apenas pueden contener el daño. Se decomisa una pala, se cierra un paso, se detiene a algunos. Pero el negocio sigue girando.
Y como si eso no bastara, lo que propone el gobierno para “comerse la bronca” es legalizar el modelo. Convertir esa minería caótica en “minería metálica sostenible a cielo abierto”. Se propone abrir la puerta a una operación industrial, pero esta vez con permiso del Estado. Como si el problema fuera de papeleo y no de principios.
En los años 70, ya nos enfrentamos a una encrucijada parecida. Mi tata me contaba que la transnacional ALCOA quiso extraer bauxita en Pérez Zeledón, construir una carretera y un puerto industrial en Punta Uvita, y transformar esa zona del Pacífico sur en una plataforma exportadora. La Asamblea Legislativa aprobó el contrato-ley el 24 de abril de 1970. Pero la ciudadanía dijo no. Estudiantes, sindicatos, comunidades y líderes sociales salieron a las calles. Protestaron. Resistieron. Ganaron. Mi tata contaba, con orgullo, que él mismo quebró un vidrio de la Asamblea.
Hoy, donde se pretendía levantar un muelle industrial, se encuentra el Parque Nacional Marino Ballena. Un área protegida, cuarto Parque Nacional más visitado en el país, según el ICT, visitada por 143.861 turistas al año, que ha generado empleos, encadenamientos locales y, sobre todo, orgullo nacional. Ganamos más protegiendo la ballena que vendiendo la bauxita.
Medio siglo después, sin embargo, pareciera que hemos perdido esa memoria. El Ejecutivo impulsa el proyecto de ley 24.717 para habilitar esa minería, y en el Congreso, Pilar Cisneros desestima la conservación como si fuera ingenuidad.
Llamar “parquecito” a una propuesta de conservación revela más que una opinión, retrata un cambio de mentalidad. Lo que antes fue motivo de orgullo, hoy se trata como una ocurrencia menor. Paradójicamente, aquel “parquecito” de Bahía Ballena es hoy un ejemplo mundial de que el verde, cuando se cuida, sí da de comer.
Y sin embargo, aquí estamos otra vez. Jugándonos el alma por unas regalías. Porque si algo sabemos, es que el 72% de las regalías, que promete el proyecto de ley que entraran a la Caja Única del Estado (Artículo 21), difícilmente se traducirá en desarrollo real para las comunidades. Los beneficios del extractivismo se concentran; la contaminación, en cambio, se derrama.
Legalizar la minería para resolver la minería ilegal es como si Waston, del Saprissa, tras ir perdiendo el clásico, saliera de cambio y se encareme un uniforme rojinegro en la banca “para ver si así se gana algo”. No se trata solo de perder el partido, sino de perder la identidad. Es cambiar de camiseta en lugar de revisar la estrategia, formar equipo y jugar como sabemos.
No se trata solo de una mala política ambiental. Es una claudicación cultural. Una renuncia a lo que decimos ser.
Según la más reciente encuesta del CIEP, la mayoría de la población costarricense sigue creyendo que este es un país democrático, pacífico y verde. Esos “mitos fundacionales”, como los llama el estudio, aún guían nuestras percepciones, decisiones y aspiraciones. Nos gusta pensarnos así. Nos gusta decir que somos diferentes. Que aquí se cuida la vida, no se vende. Que aquí no hay ejército, sino parques nacionales. Que aquí el bosque vale más que el oro.
Pero nuestras acciones dicen otra cosa.
Mientras el extractivismo se institucionaliza en Nicaragua, aquí discutimos si imitarlo. Mientras se arrasa la frontera, planteamos respuestas que podrían profundizar la herida. Mientras decimos ser ejemplo ambiental, ponemos en la mesa una ley que nos alinea con el modelo que antes condenábamos.
Entonces, seamos coherentes con nuestra incoherencia. Si proponemos renunciar a lo que somos, hagámoslo en grande. Traigamos un ejército. Firmemos concesiones. Que entren las retroexcavadoras. Que se acaben los parques. Casinos en las islas. Y luego cuando estemos como nos gusta, con el agua hasta el cuello, quizás despertemos.
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