Costa Rica discute nuevamente el tema del espectro radioeléctrico, ese bien público que permite que la radio y la televisión lleguen a todos los hogares del país, desde el centro de San José hasta las comunidades más apartadas de Talamanca o Los Chiles. Sin embargo, el debate actual ha quedado reducido a una dimensión meramente económica: cuánto deben pagar los concesionarios por usar una frecuencia.
Y aunque es evidente que los cánones deben actualizarse —algo que nadie, incluyendo a quien escribe, cuestiona— lo que sí debe ponerse sobre la mesa es que los montos fijados por el Estado para las concesiones resultan, a la luz de las condiciones del país, desproporcionados. Esta desproporción puede generar condiciones incompatibles con los estándares de derechos fundamentales protegidos tanto por la Constitución como por el sistema interamericano.
Lo más irritante es que, en medio de esta discusión, emergen voces que desde su comodidad tecnológica dicen: “Yo tengo cable, Internet y streaming… a mí no me importa lo que pase con la televisión abierta o la radio”. Esta actitud, tan ligera como dañina, refleja una de las formas de privilegio más odiosas que existen: la indiferencia hacia quienes no pueden pagar lo mismo ni acceder a lo mismo. Es una indiferencia que no solo divide, sino que erosiona los pilares mismos de la democracia costarricense.
El espectro radioeléctrico no es un lujo. Es un derecho público que debe administrarse con criterios de razonabilidad, igualdad y proporcionalidad. El artículo 29 de la Constitución Política protege la libre expresión del pensamiento; la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en su artículo 13, resguarda tanto el derecho a emitir como a recibir información. En línea con estos principios, cualquier barrera económica debe ser razonable y no discriminatoria, de forma que no afecte la pluralidad informativa ni silencie voces locales, comunitarias o minoritarias. No se trata solo de administrar un recurso técnico: se trata de resguardar el ecosistema democrático.
Cuando los costos de las concesiones por uso de frecuencias aumentan en niveles desconectados de la realidad nacional, las primeras víctimas son los medios regionales. Diversos actores del sector han advertido públicamente que radios comunitarias de Guanacaste, Puntarenas, Limón y la zona norte difícilmente podrían competir en subastas con precios tan elevados, equiparables a los que pagarían grandes corporaciones. El resultado es previsible: concentración mediática, desaparición de voces locales y un país comunicado únicamente desde la GAM. Los costos desproporcionados no solo restringen la capacidad de emitir información, sino que pueden afectar de manera significativa el derecho de las comunidades a recibirla, de forma incompatible con los estándares de derechos humanos.
La televisión abierta y la radio comunitaria son, para cientos de personas, la única ventana al país. En Costa Rica, el 60% de los hogares rurales no tiene televisión paga; muchos no cuentan con un Internet estable y, en numerosas zonas, la radio es el único medio que funciona durante tormentas, inundaciones o emergencias. Quien afirma “no me importa” desde la comodidad de su fibra óptica está diciendo, sin decirlo: “Mi derecho informa más que el tuyo”. Esa indiferencia es una forma de violencia simbólica que invisibiliza a las personas adultas mayores, a las familias en pobreza, a las comunidades rurales y a quienes dependen de la televisión abierta para mantenerse conectados con la vida pública.
Los altos costos no solo ponen en riesgo la existencia de medios pequeños, sino que también generan autocensura económica. Si un canal o una radio local sabe que puede perder la concesión porque no logra pagar un canon desproporcionado, tendrá incentivos para evitar cualquier contenido que pueda poner en riesgo su frágil estabilidad. Esto afecta la fiscalización ciudadana, reduce la transparencia, debilita la cobertura territorial de las elecciones y limita investigaciones sobre corrupción o abuso de poder. El miedo financiero se convierte, así, en un mecanismo silencioso que puede terminar condicionando la libertad editorial.
¡Costa Rica, es momento de abrir los ojos! El espectro radioeléctrico no puede administrarse como si fuera un simple negocio. Este recurso público está directamente ligado al derecho a la información, y por eso el Estado tiene la responsabilidad de garantizar condiciones proporcionales, accesibles y diferenciadas para los medios comunitarios, culturales, educativos y regionales. Si los cánones que se imponen son equivalentes a los que podrían pagar las grandes corporaciones multimillonarias, el resultado será inevitable: la expulsión de quienes sostienen la vida informativa de nuestras comunidades, dejando al país con menos voces, menos diversidad y menos democracia.
Aquí es donde la indiferencia duele más. Porque cuando alguien dice “como yo estoy bien, no me afecta”, está legitimando que otros queden informativamente a oscuras. Está avalando que lo rural sea siempre lo último. Está aceptando que la comunicación nacional se centralice en pocas manos. Está diciendo que la democracia le interesa únicamente mientras no le incomode su comodidad.
Costa Rica merece algo mejor que esa indiferencia. El debate sobre las frecuencias no solo es técnico o financiero: es un tema de libertad de expresión, equidad territorial y justicia social. El canon debe ajustarse, sí, pero ajustarse con proporcionalidad, con visión país y con respeto a los derechos humanos. Lo contrario es crear condiciones que pueden terminar silenciando a quienes menos posibilidades tienen de defenderse.
El bienestar individual no puede seguir justificando la desconexión colectiva. La televisión abierta, la radio local y los medios comunitarios no son reliquias del pasado. Son herramientas de cohesión social y de democracia. Ignorar su importancia no es neutral: es una postura que hiere, excluye y debilita al país que decimos querer proteger.
La indiferencia no construye nación. La solidaridad informativa sí.
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