Hace unos días leí un comentario en redes sociales que decía: “La no clasificación de Costa Rica al Mundial 2026 no es una tragedia. Tragedia es un niño muerto por una bala perdida o un adolescente reclutado por el narco”. Nada más cierto. Sin embargo, si hacemos el ejercicio de analizar cómo llegamos a este fracaso deportivo, descubrimos que detrás hay factores profundos, estructurales, síntomas de un país que dejó de hacer bien muchas de las cosas que alguna vez lo convirtieron en un referente regional. El bajo nivel de nuestro fútbol es apenas una cabeza más de un monstruo complejo, producto de la decadencia acumulada en múltiples áreas.

Un país que dejó de invertir en educación hace décadas y que hoy produce ciudadanos poco críticos, que leen poco, que se informan menos y que compran sin filtro lo que ven en redes sociales. Nuestro nivel académico ya no se parece al que una vez nos dio orgullo nacional. Tenemos además una oferta universitaria desconectada de las necesidades reales del país: producimos profesionales en áreas saturadas, mientras las industrias que podrían mover la economía claman por talento que simplemente no existe. Un país así, ¿cómo puede aspirar a formar deportistas de élite, o ciudadanos capaces de competir en cualquier campo?

Durante la segunda mitad del siglo XX construimos instituciones que nos garantizaron educación, salud y seguridad social. Esa base generó paz, movilidad y una clase media robusta. Pero ese andamiaje está hoy debilitado por abandono, negligencia y decisiones políticas cortoplacistas. Cuando una familia tiene garantizadas educación y salud, gran parte de sus problemas ya están resueltos. Hoy, sin esas garantías, la desigualdad se agranda y el país pierde cohesión. Sin cohesión, tampoco hay proyecto nacional.

Costa Rica invierte prácticamente nada en deporte. Y cuando la empresa privada quiere involucrarse, el Estado suele poner obstáculos absurdos. Un ejemplo claro son las restricciones moralistas al patrocinio de bebidas alcohólicas: una industria con enorme músculo financiero que podría transformar las ligas, la infraestructura y los proyectos de desarrollo, pero que tiene las puertas cerradas por decisiones incoherentes. Así no se construye alto rendimiento; así se mantiene el amateurismo disfrazado de profesionalismo.

La corrupción ha penetrado instituciones públicas y privadas por igual, y los tentáculos del narcotráfico ya no distinguen industrias. El fútbol profesional tampoco está exento. Muchos equipos parecen obsesionados con invertir en infraestructura, centros de alto rendimiento o tecnología. Nada de eso es malo; lo grave es que se abandonó la inversión en desarrollo humano: visorías, programas regionales, entrenadores, captación. Antes aparecían talentos debajo de cada piedra; hoy, sin esa red, el fútbol se queda sin materia prima.

Se volvió común exportar futbolistas mal formados a ligas de quinta categoría, en países que muchos costarricenses no podrían ubicar en un mapa. No es injusto que un jugador busque su sustento donde pueda; lo injusto es que ese sea nuestro techo. Hace una década teníamos al menos diez jugadores compitiendo en ligas realmente exigentes. Hoy, cuando la ambición se debilita y la exigencia desaparece, el nivel cae por simple gravedad.

Lo que ocurre en las canchas es un reflejo del país. Antes, por cada Keylor había miles de chiquillos entrenando diario. Por cada Nery Brenes, cientos de jóvenes dejándolo todo en pistas improvisadas. Hoy, en cambio, la vida fácil asociada a la informalidad, la ilegalidad y el crimen organizado seduce demasiado. Muchos jóvenes abandonan escuelas y colegios atraídos por la ilusión de ingresos rápidos vinculados a la informalidad o al crimen. El país pierde un atleta, un profesional, un ciudadano; el narco gana un soldado más.

La culpa es colectiva. De quienes hemos visto el deterioro sin exigir cambios. Del sector privado que evade como respuesta a un Estado corrupto e ineficiente, retroalimentando un círculo vicioso. De instituciones públicas convertidas en piñatas, enfocadas en su propia supervivencia y no en su razón de ser: administrar recursos escasos para construir un mejor país.

Estamos en un momento gris. La eliminación de la Sele es triste para los aficionados y un golpe económico, sí. Pero es, sobre todo, un síntoma visible de una enfermedad más profunda. Costa Rica empezó a parecerse demasiado a los países que antes veíamos con distancia y cierto aire de superioridad. Tal vez ese fue nuestro error: creernos mejores sin seguir trabajando para serlo.

En unas semanas elegiremos el rumbo del país. No se trata solo de quién gobernará, sino de qué Costa Rica queremos volver a construir. Y mientras no recuperemos la unión, los valores compartidos y el sentido común, seguirán ganando los mismos de siempre: corruptos, corruptores y criminales que se benefician del caos.

No clasificar al Mundial no es una tragedia. Tragedia es renunciar a ser el país que fuimos capaces de construir.

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