Costa Rica siempre se ha contado a sí misma como un país distinto: democrático, pacífico y razonable. Durante años crecimos escuchando que, aunque existieran problemas, nuestras instituciones eran sólidas y el debate público se desarrollaba con respeto. Sin embargo, hoy esa narrativa ya no coincide con lo que vivimos. Como joven que observa con atención la vida política del país, veo una Costa Rica donde la violencia política se ha vuelto parte del día a día, un síntoma persistente que atraviesa instituciones, discursos y relaciones sociales.

La violencia política no siempre se manifiesta en hechos espectaculares; muchas veces se instala de forma silenciosa. Se expresa en las deslegitimaciones constantes a la prensa cuando investiga temas incómodos. En los ataques hacia quienes ejercen control político o institucional. En el uso del discurso público para ridiculizar o señales a personas que cumplen funciones esenciales dentro del Estado. Y en la creciente normalización de la idea de quienes cuestionan al gobierno son adversarios, no ciudadanos ejerciendo su derecho democrático.

Los casos de presunta corrupción, las tensiones evidentes entre los poderes de la República y los intentos de desacreditar procesos legales han abonado a una profunda crisis de confianza. Hoy muchas personas sienten que la transparencia es un obstáculo, que la crítica es una amenaza y que quienes ocupan cargos públicos no siempre actúan con el nivel de responsabilidad que la democracia exige. Para quienes desarrollamos una conciencia política en esta etapa de la historia, es alarmante ver cómo se erosiona la idea de que las instituciones deben proteger a todas las personas y no responder a intereses circunstanciales.

A esto se suma la hostilidad contra la libertad de expresión. La prensa no es un enemigo político; es una pieza central del equilibrio democrático. Sin embargo, vemos intentos de desacreditar investigaciones serias, ataques verbales desde espacios fiscales y un ambiente donde quienes opinan o fiscalizan pueden enfrentar intimidación. Esto no solo debilita la democracia; desalienta la participación y deteriora el debate público.

Mientras tanto, la violencia cotidiana crece. El aumento de la inseguridad, los casos de abuso de autoridad y la desconfianza generalizada crean un clima social tenso. Y aunque esta realidad afecta a toda la población, suele golpear con mayor fuerza a mujeres, jóvenes y personas vulnerables, quienes enfrentan barreras adicionales para alzar la voz y ejercer plenamente sus derechos.

Costa Rica se encuentra en un punto crucial. No podemos permitir que la confrontación se la norma, que la desinformación sustituya el diálogo o que el respeto por los derechos humanos dependa del clima político. La democracia requiere instituciones fuertes, pero también ciudadanía informada, crítica y consciente de que la participación es fundamental.

Como joven costarricense, sigo creyendo que estamos a tiempo de corregir el rumbo. La violencia política no se combate con más violencia, sino con responsabilidad, transparencia y un compromiso real con el bien común. Nuestro país merece un liderazgo que construya en lugar de dividir, y una ciudadanía que no normalice aquello que erosiona nuestra vida democrática.

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