Al menos en América y en Europa se considera que la democracia y el estado de derecho son un derecho humano. Esto es, que para las personas es un derecho fundamental vivir en una democracia liberal.
Que esto sea así en nuestros continentes hace que la democracia liberal sea protegida internacionalmente, dado el inmenso avance de la segunda mitad del siglo XX que estableció la protección internacional de los derechos humanos (DDHH).
En América el sistema de protección de DDHH se vino desarrollando desde la propia adopción de la Carta de la OEA en Bogotá en 1948, luego con el establecimiento de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos creada por la V Reunión de Consulta de Ministros de RREE en Santiago de Chile en 1959, siguiendo con la Convención Interamericana de Derechos Humanos (Pacto de San José) de 1969 y la creación de la Corte Interamericana de DDHH que se radica en nuestra capital y culminando en 2001 con la Carta Democrática Interamericana, de la cual tuvo mi gobierno el honor de ser uno de los impulsores junto con los de Canadá y Perú.
Por eso las naciones y los organismos oficiales interamericanos tienen el derecho e incluso la obligación de intervenir en la promoción de la democracia, en su recuperación cuando evidentemente se ha perdido y se violan los resultados electorales y las libertades políticas y ciudadanas, y de colaborar para su consolidación y perfeccionamiento.
Está es una acción legítima y no constituye una intervención violatoria al principio de no intervención.
Estas afirmaciones no son fruto de las circunstancias que hoy vivimos frente a las dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
A la par de muchos americanos las he venido elaborando y promoviendo desde hace muchos años.
Aunque hay elaboraciones mías muy anteriores en diversos libros y artículos sobre este tema, hoy me permito compartir un comentario que en 2004 publiqué en español y en inglés en diversos medios de comunicación de nuestro continente:
La democracia como derecho en el sistema interamericano
La democracia, sabemos, es elecciones, pero necesariamente es mucho más...
Por muchas décadas, en la lucha por su establecimiento, los pueblos de América atribuimos encantamientos a la democracia, trasladamos las libertades creativas del realismo mágico de la literatura a la política. Así, profundizamos en nosotros la convicción de que adaptando esa forma de gobierno resolveríamos, como por arte de birlibirloque, todos nuestros problemas de pobreza y de insatisfacción acumulada en los muchos siglos de vida política, social y económica jerarquizada, discriminatoria y regulada por estatutos.
Al llegar la hora de la democracia, que es, en esencia, un procedimiento de discusión inteligente para la toma de decisiones colectivas por la regla de la mayoría, esa especie de ensueño tropezó con la realidad de las dificultades que debemos vencer y el tiempo necesario para avanzar en el desarrollo económico y social. ¡Se acabó el encantamiento! La democracia no podía "obrar maravillas por medio de fórmulas y palabras mágicas", como define "encantar" la Real Academia de la Lengua. Entonces nos desencantamos. Y eso es bueno, si es para salir del realismo mágico y ser realistas, pero no para ser pesimistas y desdeñar toda la importancia y valor de la democracia.
Sabemos por la experiencia histórica de los pueblos exitosos, que la democracia es el mejor camino para la vigencia de la libertad, la defensa de los derechos humanos, el progreso económico y social y para el combate a la pobreza. Por consiguiente, es nuestra obligación defenderla en su integridad, en todo lo que significa, y hacerlo con el apoyo del derecho interamericano.
La democracia, en tanto discusión inteligente, solo puede darse entre personas libres. La libertad nos permite diversidad y opiniones auténticas. Y esa libertad, hemos aprendido por medio de muchas experiencias de prueba y error, no puede darse sin respeto a los derechos humanos y sin el control del poder monopolizado por el Estado, con los instrumentos del estado de derecho y la división de los poderes. Y para determinar periódicamente la decisión de la mayoría, necesitamos de elecciones libres y justas, basadas en el sufragio universal y en un régimen de partidos y organizaciones políticas, como deja claro el artículo 3 de la Carta Democrática Interamericana (CDI).
Por su parte, la capacidad de la mayoría para tomar decisiones no es, en modo alguno, irrestricta. Una primera salvaguardia proviene de la división de poderes y de los equilibrios y balances que controlan al poder, no vaya a ser que se huya de los "lobos" privados para caer en las garras del "león" público. Esto conlleva la asignación de competencias como fuente de la capacidad de actuación de los entes gubernamentales, lo cual, junto con el Estado de Derecho, da origen a un sistema de reglas generales y a la revisión judicial de los actos administrativos y de gobierno, que deben ser probos y trasparentes, y cuyos funcionarios deben rendir cuentas y ser responsables de sus actos, según el espíritu del artículo 4 de la CDI.
La segunda salvaguardia, especialmente en favor de las minorías, radica en las libertades de expresión, religión, reunión, asociación, propiedad y contratación. Y para evitar que las tentaciones populistas rompan el respeto a la libre contratación y a la adecuada ejecución judicial de los contratos, el funcionamiento de mercados competitivos se torna indispensable para la preservación del orden democrático.
De igual manera, para eliminar la pobreza y cumplir con los derechos sociales, se necesita, por una parte, de eficiencia de los mercados en la generación de la riqueza, y, por otra parte, de políticas universales de formación de capital humano con educación, salud y capacitación para usar las oportunidades, junto a programas focalizados de atención a las familias en miseria que demandan la atención de la solidaridad social. La democracia con estabilidad y crecimiento es el mejor instrumento para alcanzar estos objetivos.
Lo dicho es de sobra conocido y a principios del siglo XXI (cuando esto escribí), es incluso evidente.(Hoy ya no es tan evidente). Si he señalado rápidamente esos elementos constituyentes de la democracia, es para destacar que, pese al justo y necesario desencanto que nos lleva a descartar las aspiraciones infundadas de la magia, el realismo sobre los aspectos esenciales y constitutivos de la democracia nos debe movilizar para apreciar y defender esta extraordinaria creación de la evolución humana.
Ese "mucho más" que elecciones implícito en la democracia y que hemos repasado, es lo que genera confianza en los vencidos en un proceso electoral de que tendrán la oportunidad de convertirse en mayoría en votaciones futuras. De ahí surge el interés de todos en respetar los resultados de elecciones justas. De ahí surge también la conveniencia para todos, gobierno, ciudadanos y partidos, de cumplir con el orden constitucional de la democracia y la libertad durante los procesos electorales, y en el ejercicio del gobierno y la oposición.
La protección del sistema de incentivos para crear, invertir, trabajar y producir es ventaja evidente para todos los habitantes de una nación, al brindar oportunidad a todos para superarse mediante su esfuerzo personal. Y por eso la subsistencia y consolidación de la democracia depende de que en su desarrollo sean creadas y fortalecidas las instituciones y tradiciones que protegen esos incentivos y que defienden a la sociedad de quienes pretenden secuestrar el poder para beneficio de los gobernantes, así como de quienes buscan romper el orden público para que surja el caos de la ingobernabilidad.
En sus estadios iniciales la protección de la democracia y los derechos humanos que le son intrínsecos se hizo a lo interno de las naciones, pero su evolución natural y alcance cada vez más extendido, han llevado a establecer dicha protección, en beneficio de cada persona y la sociedad como un todo, en mecanismos de derecho internacional.
En América la protección internacional de los derechos humanos dio nacimiento a nuestro sistema interamericano de derechos humanos, joya indiscutible del sistema jurídico hemisférico. La CDI reafirma la intención de los Estados Miembros de la OEA de "fortalecer el sistema interamericano de protección de los derechos humanos para la consolidación democrática del Hemisferio."
Además, esa misma Carta consolida el compromiso del derecho interamericano de convertir la democracia, al igual que ha ocurrido en Europa, en un derecho radicado en cada habitante, como un derecho ante su Estado, que debe ser colectivamente protegido (artículo 1° CDI).
Se dio este paso, de enorme valor para la democracia y la libertad, porque "la democracia es esencial para el desarrollo social, político y económico de los pueblos de las Américas" (artículo 1° CDI), "es indispensable para el ejercicio efectivo de las libertades fundamentales y los derechos humanos" (artículo 7º CDI) y resulta esencial "para la estabilidad, la paz y el desarrollo de la región" (considerando 1º CDI y Carta de la OEA).
Expresamente señala ese primer considerando de la CDI que "uno de los propósitos de la OEA es promover y consolidar la democracia representativa dentro del principio de no intervención".
Tal es, pues, la responsabilidad que ahora tienen los Estados, en su circunscripción, y la OEA, en el nivel hemisférico: fortalecer y preservar la democrática como derecho humano de los ciudadanos de las Américas. Y esto bien vale la pena, pues la democracia es más que elecciones... es una forma de vida.
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Hoy con la cruel vigencia de las dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua considero que dar vida a esas reflexiones de hace 21 años es aún más imperioso.
Así lo recalcan el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a la Heroína de América María Corina Machado, y el conceptuoso discurso del presidente del Comité Noruego del Nobel Jørgen Watne Frydnes, que encarecidamente recomiendo a mis amables lectores consultar.
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