El filósofo y politólogo austriaco Karl Popper advirtió desde 1945 en su obra “La sociedad abierta y sus enemigos”, que la tolerancia ilimitada conduce a la desaparición de la propia tolerancia.

Eso quiere decir que si una sociedad democrática permite sin límites a quienes niegan sus principios, tarde o temprano estos destruirán las condiciones que hacen posible la convivencia plural. Esta idea, conocida como la “paradoja de la tolerancia”, se vuelve especialmente urgente en el presente, cuando las democracias enfrentan la reaparición de discursos y movimientos que, bajo el disfraz de opciones legítimas, promueven formas de exclusión, odio, violencia, autoritarismo, persecución política y concentración de poder.

En paralelo, el semiólogo y filósofo italiano Umberto Eco delineó en 1995 en su célebre ensayo “Ur-fascismo” una serie de rasgos recurrentes que caracterizan al fascismo más allá de su nefasta expresión histórica en el siglo XX. Entre ellos figuran el rechazo a la crítica intelectual, la obsesión con las conspiraciones, la exaltación de un nacionalismo excluyente, el miedo a la diferencia, la frustración social canalizada en odio y el populismo basado en un “pueblo homogéneo” frente a élites corruptas o minorías señaladas como enemigas. Eco subrayaba que no era necesario que se presentaran todos estos rasgos juntos para que germinara el fascismo: bastaba con que algunos coexistieran y se alimentaran mutuamente.

Hoy, en nuestras sociedades interconectadas y mediadas por algoritmos, esos síntomas encuentran terreno fértil. Las redes sociales amplifican la polarización, simplifican problemas complejos en narrativas emocionales y abren espacio a líderes que, con discursos mesiánicos, promueven certezas absolutas frente a la incertidumbre.

El resultado es una ciudadanía tentada a sacrificar libertades en nombre de la seguridad, el “rescate de los valores tradicionales”, la identidad o la supuesta unidad nacional. Ejemplos de ello encontramos en Filipinas con Duterte (hoy detenido por la justicia filipina y entregado a la Corte Penal Internacional por crímenes de lesa humanidad), El Salvador con Bukele, Argentina con Milei, los Estados Unidos con Trump o Brasil con Bolsonaro (hoy condenado a 27 años de prisión por intento de golpe de Estado tras perder las elecciones de 2022).

Pero también lo vemos en los discursos, que corren como pólvora encendida por listas de difusión y grupos de WhatsApp con videos de YouTube o TikTok, cargados de prejuicios, imprecisiones, exageraciones, mentiras, conspiraciones, odio e intolerancia de quienes aspiran a gobernar en otras latitudes o se refugian en sus escaños legislativos como es el caso de Kast en Chile o Abascal en España.

La paradoja popperiana se manifiesta con crudeza: al tolerar sin límites a quienes desprecian la diversidad y el debate abierto, las democracias incuban la intolerancia que busca sustituirlas.

Y no se trata de atentar contra uno de los derechos humanos más sagrados que es la libertad de expresión. Se trata de salvaguardar precisamente el Estado de Derecho, la institucionalidad democrática, las libertades fundamentales, la justicia y los derechos humanos de todas las personas sin exclusiones de ninguna naturaleza. Se trata de resguardar las bases mismas del sistema democrático.

El riesgo no es meramente teórico. En varios países, como los citados anteriormente y en otros más, observamos cómo se erosionan contrapesos institucionales, se criminaliza la crítica y se relativizan los hechos en nombre de una “verdad alternativa” o “posverdad” como también la llegamos a denominar ahora. La combinación entre los rasgos señalados por Eco y la permisividad que denuncia Popper advierte que la democracia no muere de un golpe repentino, sino por la acumulación de concesiones a discursos autoritarios e intolerantes.

Lo más peligroso es que no buscan llegar al poder por la fuerza de las armas, porque eso encendería todas las alarmas, sino valiéndose de estos discursos incendiarios para lograr sus propósitos nefastos desde las urnas.

La defensa de la democracia exige, entonces, un equilibrio delicado: mantener la apertura al disenso y la pluralidad, pero trazar límites firmes frente a ideologías, discursos y partidos que buscan suprimir esas mismas condiciones. No se trata de censura, sino de reconocer que la neutralidad absoluta puede convertirse en complicidad.

Como enseñan Popper y Eco, la tolerancia no es ingenua ni infinita: es un bien frágil que se preserva con vigilancia crítica, con educación cívica, con responsabilidad en los contenidos que consumimos en redes sociales y con el compromiso activo de resistir las tentaciones autoritarias que, una y otra vez, reaparecen bajo nuevos disfraces, pero con el mismo propósito: destruir la democracia, valiéndose de ella.

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