En la víspera de los 204 años en vida democrática, bajo una noche lluviosa en el corazón de la Plaza Mayor de Cartago, cuna de nuestro Estado, cientos de personas gritaron “Non Grato Rodrigo Chaves”, a favor de la construcción del Hospital de Cartago y la permanencia en democracia, hoy bajo amenaza por parte de quienes ostentan los cargos de representación máxima que cualquier nación reconoce. Entre esas personas, me encontraba yo.
Tras un largo fin de semana lleno de desaciertos, pérdida de confianza y profundo autoanálisis, y mientras el presidente se dirigía al país, me saltó una pregunta intrínsecamente retórica: ¿amo tanto a este pedacito de tierra que conocemos como Costa Rica para estar aquí hoy? Porque el verdadero gobierno está en el pueblo, en la oposición y en la resistencia. Así lo estableció Lincoln en 1863, con su célebre frase: “el gobierno es del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, e igualmente consolidado en el artículo 9 de nuestra Constitución Política:
El Gobierno de la República es popular, representativo, participativo, alternativo y responsable. Lo ejercen el pueblo y tres poderes distintos e independientes entre sí. El Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial”.
Posiblemente la reforma constitucional más importante de este siglo se da en una coyuntura definida por una agenda imperativamente neoliberaal, por el retroceso en las garantías sociales, derechos humanos y la imposición de la hegemonía individualista sobre el sentir colectivo. Reforma impulsada por ilustres legisladores y legisladoras, cuyo legado, hoy más que nunca, parece ser lejano a esas estructuras e ideales que representaron hace 23 años.
Jean-Jacques Rousseau, el mayor precursor del Contrato Social, evidencia cómo la soberanía reside en el pueblo y que toda autoridad legítima nace de la validación colectiva, ya que solo “la voluntad general puede únicamente dirigir las fuerzas del Estado de acuerdo con los fines de su institución, que es el bien común”. Son pocas las constituciones que reconocen al pueblo como parte fundamental del Gobierno y le dotan de su poder inalienable; sin embargo, el que esté consagrado en nuestra carta magna, hasta la fecha, no ha garantizado su cumplimiento. Más que una realidad, es un anhelo y una necesidad, devolver al debate público aquella reforma tan fundamental pero sistémicamente relegada a vivir en el silencio.
A menos de seis meses de los comicios, nos encontramos en uno de los momentos más críticos y decisivos de nuestra democracia. Tres años de constantes amenazas a la institucionalidad, a la división de poderes, violencia promovida desde las altas autoridades y jerarcas, y un autoritarismo despótico. A esto se le suma la herencia de varios gobiernos confinados a imponer y legislar a favor de un Estado Social y Democrático en decadencia, desde la aprobación del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos en 2006, pasando por la triada de la ley antihuelgas, combo fiscal y empleo público, hasta las negociaciones actuales sobre un nuevo Tratado de Libre Comercio con Israel, la deuda histórica al ambiente y quienes le defienden con la no ratificación del Acuerdo de Escazú y, el posible mayor retroceso en materia laboral, las jornadas de doce horas.
Al día de hoy, según la más reciente encuesta del CIEP, la victoria electoral se la lleva la población indecisa, y ¿cómo no?, si esto responde a años tras años marcados por el populismo, promesas disipadas por los vientos alisios, mandatarios desapegados de la realidad nacional y sus necesidades; como a la falta de alternativas reales, personas capaces de actuar como contrapeso y liderazgos que transmitan una renovación sólida y humana.
Retrato mi sentir en lo expresado por Berta Cáceres, defensora ambiental y líderesa indígena hondureña, quien dijo que “el mayor acto de rebeldía es conservar la alegría frente a los que intentan que nos quedemos calladas y tristes” y es a través de esas palabras que encontré la respuesta a mi pregunta inicial.
Aún en la desesperanza imperante ante un gobierno despótico, autoritario y marcado por la tiranía, creo en luchar por lo que es justo; confío en que el cambio se inicia en las calles, en las juventudes, en los colectivos, guiado por el pueblo; confío en que, así como yo, hay una infinidad de personas que aman lo suficiente este país, como para devolverlo a lo que fue: libre, soberano y democrático. Y con esto, me surge una nueva pregunta: ¿Cuál es la Costa Rica que genuinamente queremos?
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