Ser especialista en Costa Rica es un privilegio, dicen. Uno estudia diez años, sobrevive a la residencia, a las guardias, exámenes, tesis, a la pandemia, a la falta de recursos… y al final, cuando cree que ya lo dio todo, llega el famoso Servicio Social Obligatorio con su propia ruleta rusa: la rifa de plazas.
El Ministerio de Salud y la CCSS realizan estudios técnicos con semanas o meses de antelación para definir las necesidades del país. Sin embargo, las plazas se revelan apenas el mismo día de la rifa, como si nuestra vida entera dependiera de un PDF recién publicado. Ese archivo improvisado dicta, en cuestión de horas, dónde viviremos, si nuestros hijos tendrán escuela o si nosotros mismos podremos seguir nuestros tratamientos médicos. Como si la vida pudiera resolverse con “Ctrl+C” y “Ctrl+V”.
Después del PDF viene la orden: una semana. Siete días para empacar, mudarse, encontrar casa, colegio, universidad, médico tratante para una enfermedad crónica y hasta una ferretería para comprar cortinas. Todo en tiempo récord, porque, claro, ¿qué valen las vidas de los médicos frente a la eficiencia administrativa?
La joya de la corona es el contrato que firmamos como residentes en 2020. Un contrato de adhesión con la cláusula 15: “usted está obligado a firmar cualquier adenda posterior”. Traducido: un cheque en blanco. En cualquier otro ámbito jurídico esto sería nulo por vicio del consentimiento, pero aquí se normaliza.
Y este año la ocurrencia fue todavía más creativa: todo permiso o incapacidad debe reponerse. Sí, incluso lo que la ley reconoce como derecho.
¿Quiere ser madre? Reponga.
¿Le dio cáncer y requiere quimioterapia? Reponga.
¿Se murió un familiar? Reponga.
¿Tuvo un accidente y lo operaron? Reponga.
En resumen: reponer la vida misma. Como si embarazo, duelo o enfermedad fueran caprichos. Como si vivir fuera una falta disciplinaria.
La ironía es brutal: quienes redactan estas reglas también son médicos, pero desde sus escritorios decidieron que nuestra humanidad es un error administrativo. Que lo correcto es tratarnos como máquinas que no se enferman, no lloran, no paran. Y cuando alguna osa hacerlo, se le castiga con más trabajo.
Aclaremos: la crítica no es a trabajar en la periferia. Quienes hemos estado fuera de la GAM sabemos lo valioso que es ejercer en condiciones adversas y conocer realidades distintas. La periferia enriquece; lo que indigna es la improvisación, la arbitrariedad y el trato inhumano que caracteriza a este proceso.
Y aquí está lo más grave: cuando un médico es tratado como máquina, también el paciente pierde. Porque un especialista agotado, enfermo, presionado por cláusulas abusivas y con miedo de enfermarse no puede brindar la mejor atención. ¿Cómo garantizar calidad en la consulta si detrás del escritorio hay un ser humano castigado por ser madre, por enfermar o por enterrar a un ser querido? Defender los derechos del especialista no es un capricho gremial: es defender al paciente que merece atención digna de un médico que también pueda vivir su vida.
Lo más absurdo es que con este modelo dicen querer frenar la fuga de especialistas. Spoiler alert: nadie se queda en un sistema que castiga la vida. La retención del talento no se logra con contratos abusivos ni con cláusulas ilegales, sino con condiciones mínimas de dignidad: recursos para atender a los pacientes, respeto a derechos laborales y la posibilidad de conciliar el trabajo con la vida.
Antes que especialista soy humana. Y ningún contrato viciado ni cláusula abusiva debería tener el poder de castigarme por vivir.
Porque lo que se hace hoy no es medicina. Es administración a costa de derechos humanos. Y lo más trágico: al final el gran beneficiado no es ni el paciente ni el especialista; es el administrativo que, desde la pura comodidad de su palco, sigue viendo los toros sin tener que entrar jamás al redondel.
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