¿Puede una cárcel gigantesca resolver el problema de la inseguridad? ¿Es Bukele la respuesta que Costa Rica necesita? ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a renunciar a los derechos humanos si creemos que eso traerá paz? Estas preguntas no son retóricas: son el núcleo del debate actual sobre política criminal y penitenciaria en el país.

En los últimos meses, el imaginario de las mega cárceles y la idea de un puño de hierro han ganado terreno en la conversación pública. Buena parte de la ciudadanía, alimentada por titulares y redes sociales, parece convencida de que la experiencia salvadoreña es exportable, ignorando las profundas diferencias entre ambos contextos. Costa Rica no ha vivido el arraigo de pandillas transnacionales como las maras, no existe un registro histórico de control territorial criminal de tal magnitud y, sobre todo, nuestro marco jurídico y cultura política se asientan en principios garantistas que no pueden reducirse a una réplica de un modelo forjado en circunstancias extremas.

La propuesta de construir mega cárceles en Costa Rica parte de un error de diagnóstico. En El Salvador, el régimen de excepción y el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot) se presentaron como una respuesta a un conflicto armado no declarado contra estructuras criminales altamente organizadas y con control de comunidades enteras. El propio modelo salvadoreño es inseparable de su geografía, su historia reciente y su situación política: un país más pequeño, con problemas de pandillas enraizados por décadas, en el que la suspensión masiva de garantías constitucionales se justificó como “medida de emergencia” y donde las críticas internacionales han sido respondidas con opacidad estatal.

Costa Rica, en cambio, no presenta ninguno de estos elementos. No existe un patrón histórico que evidencie control territorial de pandillas a gran escala, ni un escenario de violencia colectiva que justifique un estado de excepción permanente. Nuestro problema penitenciario es, sobre todo, de sobrepoblación, falta de acceso a programas de reinserción, debilidad en la ejecución de la pena y precariedad en la atención de derechos básicos dentro de los centros.

Aquí es donde entra la urgencia de una Ley de Ejecución de la Pena. Actualmente, la vida en prisión se rige por reglamentos y directrices internas que pueden cambiar con un simple acto administrativo. Esto abre la puerta a abusos, arbitrariedades y limitaciones no previstas en la sentencia condenatoria. La Constitución Política y la Convención Americana sobre Derechos Humanos obligan a que las personas privadas de libertad conserven todos sus derechos, salvo la libertad ambulatoria, y que cualquier restricción adicional esté fundada en ley y controlada judicialmente. Sin embargo, la ausencia de un marco legal integral deja a miles de personas en un limbo donde su trato depende más de la discrecionalidad que de la legalidad.

El auge del populismo punitivo refuerza esta omisión. Tal como describe Garland, se trata de una política orientada a ganar apoyo popular a través de mensajes duros contra el delito, aunque carezcan de sustento empírico. En Costa Rica, este discurso se potencia con la imagen de Bukele como “modelo a seguir” y la idea de que “los derechos son privilegios que los presos perdieron”. Pero, como advierte Ferrajoli, esta visión erosiona el Estado de Derecho al normalizar que el castigo se extienda más allá de lo que dicta la sentencia, debilitando los contrapesos institucionales.

Además, la copia del modelo salvadoreño pasaría por alto un punto clave: no es adaptable a nuestra realidad. El Salvador, con 21,000 km², concentra su población en un territorio mucho más pequeño y ha aplicado políticas de aislamiento masivo en un contexto de arraigo histórico de pandillas. Costa Rica tiene 51,000 km², una dispersión geográfica distinta, ausencia de estructuras criminales de control comunitario y una tradición jurídica que, aunque imperfecta, mantiene la presunción de inocencia y el control judicial como pilares. Pretender importar un modelo ajeno es como intentar curar una gripe con tratamiento para malaria: no sólo es inútil, sino que puede ser gravemente dañino.

El debate sobre mega cárceles y mano dura no es realmente sobre seguridad: es sobre qué tipo de país queremos ser. Una Ley de Ejecución de la Pena es la verdadera herramienta que Costa Rica necesita para garantizar orden, seguridad y respeto a los derechos humanos en los centros penitenciarios. Es la manera de establecer reglas claras, evitar arbitrariedades y enfocar la política penitenciaria en la rehabilitación y reinserción social, no en la mera acumulación de cuerpos tras las rejas.

Antes de celebrar las imágenes de prisioneros arrodillados en filas o de pensar que el encierro masivo es la solución, conviene preguntarse: ¿a quién le funciona crear un enemigo interno? ¿Quién gana cuando se nos convence de que la inseguridad se resuelve castigando sin límites, en vez de abordar sus causas estructurales? La respuesta nos dirá si lo que buscamos es justicia o, simplemente, venganza.

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