Por décadas, el corredor de la casa de mis abuelos fue algo más que un pasadizo: era un espacio de encuentro familiar. Allí, entre mecedoras y tazas de café, se discutía con pasión la política nacional. Era el escenario en que mis familiares y vecinos, muchos de ellos dirigentes políticos locales, se entregaban a la causa partidaria con una convicción que, aunque a veces rozaba el fanatismo, se vivía como un ejercicio honesto de participación. La política era entonces una extensión del hogar, una herencia emocional.

Pero con el paso del tiempo, ese entusiasmo original degeneró en un modelo pervertido por el clientelismo y el cálculo oportunista. Lo que en su origen fue compromiso se transformó en modus vivendi. Aquellos niños que crecieron escuchando las estrategias electorales de sus mayores aprendieron no solo las formas de negociar, sino también los atajos: el nepotismo, el intercambio de favores, la política del "toma y dame". Y lo aprendieron tan bien que hoy lo ejercen con naturalidad, casi como un deber filial.

Cincuenta años después, las estructuras políticas tradicionales siguen dominadas por ese mismo tipo de dirigencia. Son actores que conocen el juego al dedillo, pero que ya no representan a nadie más que a sí mismos. Son expertos en asegurarse puestos para familiares, contratos a medida, obras públicas diseñadas para beneficiar intereses privados. Los partidos, por su parte, han dejado de ser espacios de debate ideológico para convertirse en franquicias disponibles al mejor postor.

Resulta especialmente alarmante la complacencia de los partidos con estos viejos operadores, convertidos en piezas imprescindibles del engranaje electoral. Cada campaña repite el ritual: gasolina, gorras, pancartas, comidas. Se justifica todo bajo la lógica de que "sacan los votos" y "cuidan las urnas". Pero en realidad, solo cuidan sus intereses. Y si su partido pierde, cambian de bandera con la misma facilidad con la que cambian de camisa. Hoy piden el voto por unos, mañana por otros. Son esos "dirigentes" que se pavonean en cada elección como árbitros del destino político de su comunidad.

Lo más trágico no es que existan, sino que aún tengan poder. Porque mientras los partidos se aferran a ellos, la ciudadanía ha cambiado. Ya no cree en discursos reciclados ni en símbolos vacíos. Vota con silencio, con escepticismo, con rabia. Y muchas veces vota no por ilusión, sino por hastío.

"El pueblo ya no come cuento", repiten algunos analistas. Y tienen razón a medias. Porque si bien los jóvenes se alejan de los partidos tradicionales, no lo hacen por simple rebeldía, sino por falta de identificación. Buscan autenticidad, valores reales, emociones compartidas. No quieren nuevas formas de hacer lo mismo, sino una ruptura sincera con el pasado.

Los partidos que quieran sobrevivir deberán abandonar esa dirigencia anquilosada y volver a mirar hacia afuera. Dejar las oficinas, caminar los barrios, escuchar lo que la gente no dice en mítines pero sí en susurros: que están cansados, que no creen, que se sienten solos. La política del futuro será emocional o no será. Será cercana o será irrelevante. Será honesta o seguirá perdiendo batallas frente a la apatía.

El tiempo de las viejas dirigencias ha terminado. Lo que queda es entender que la ciudadanía, aunque silenciosa, está despierta. Y está esperando algo distinto.

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